Durante mucho tiempo Turquía –que dejó de ser sultanato en 1923 para convertirse en una República, dirigida por el histórico Mustafá Kemal Ataturk durante quince años–, pese a su importancia histórica como el Imperio Otomano, fundado en 1299, era prácticamente inadvertida para México y en otras partes del Nuevo Continente.

En los últimos tiempos el gobierno de Ankara ha tratado de cambiar tan parca imagen.  Por fortuna, tal consideración cambió mucho en 2011 cuando el público televidente empezó a disfrutar en la pantalla chica una “telenovela turca” titulada El sultán, basada en la historia del Suleiman el Magnífico, una larga serie que duró 139 capítulos transmitida durante cuatro temporadas.

La serie recrea los tiempos históricos –para el caso, telenovelescos– del Imperio Otomano. El personaje central de la saga estuvo en el poder 46 años, casi medio siglo. El actual mandatario turco lleva más de 20 años en el trono, simbólicamente hablando. Ni la mitad del ilustre antecesor. Y siempre se muestra orgulloso del pasado de su país. Los autócratas siempre buscan el refrendo en los héroes nacionales, aunque en la mayoría de los casos fallan en el intento. México lo acaba de vivir. ¿O no? No es nada fácil ser el “mejor presidente (a) de la historia de un país. Sea el que sea. La soberbia los pierde. Y el poder los enloquece.

La telenovela llamó la atención por el derroche (en todos los sentidos) que la televisión turca dedicó a exaltar la historia imperial de su país. Ahora se sabe que El Sultán tenía el apoyo oficial al más alto nivel: Recep Tayyip Erdogan que supo aprovechar la influencia de la televisión en su país para fomentar el nacionalismo turco y su popularidad que en esos momentos gozaba del mejor viento de cola. Los medios de comunicación han sido punto clave en el curso de la carrera política del ahora criticado presidente Erdogan que es producto de una mezcla de ambiciones nacionalistas, islamismo y populismo, que lo han encuadrado en una autocracia que podría terminar más pronto de lo que se imagina. Con todo y que sea él mismo el autor del guión de la telenovela que le tocó protagonizar.

Docudramas aparte, Turquía ha vivido desde el miércoles 19 pasado a la fecha, muchos días de manifestaciones populares que el régimen de Erdogan en lugar de apaciguarlas las ha avivado; además de reprimirlas con la fuerza policiaca, abusando de las bombas lacrimógenas, los cañones de agua, las balas de goma, y las cachiporras. Por si algo faltara a tan caótico panorama, el ministerio del Interior informó, el lunes 24, que 1,133 personas fueron detenidas durante el fin de semana anterior durante las protestas contra la aprehensión del popular alcalde de Estambul, Ekrem Imamoglu, principal rival de Tayyip Erdogan.

Alí Yerrlikaya, titular del Interior, aseguró en su cuenta X, que “durante las manifestaciones ilegales entre el 19 y el 23 de marzo se detuvo a un total de 1,133 sospechosos. Entre ellos se identificaron personas vinculadas a 12 “organizaciones terroristas”. Además, había manifestantes con “antecedentes por delitos como tráfico de drogas, robo, fraude, acoso sexual y lesiones”. Y agregó que 123 agentes de la policía resultaron heridos durante las protestas, en las que las fuerzas de seguridad se enfrentaron a personas. “armadas con ácido, palos, fuegos artificiales, cocteles molotov y cuchillos”.

Llama la atención la fuerza que ha puesto el régimen para “explicar” la actuación de las fuerzas policiacas, aunque tampoco ha sorprendido a los especialistas de la política turca, que aseguran que es evidente la preocupación oficial que ha provocado el encarcelamiento del alcalde de Estambul. Yerlikaya justificó en su mensaje las restricciones al derecho de reunión y manifestación “por razones de seguridad nacional” –esa “seguridad nacional” a la que con tanta facilidad recurren los mandatarios para ocultar algunas de las tropelías que cometen en el desgaste de sus funciones; a cualquier “asunto” le endilgan el sambenito de “seguridad nacional” y sanseacabó, a otra cosa–, y orden público”, y acusó a “ciertos grupos” de abusar de esos derechos.

Por su parte, el presidente Erdogan acusó al más importante organismo de la oposición, el Partido Republicano del Pueblo (CHP), su “irresponsabilidad por azuzar el terrorismo callejero” en referencia a las movilizaciones multitudinarias contra la detención y encarcelamiento del alcalde de la capital turca, Estambul, candidato presidencial del CHP, en las que más de un centenar de agentes policiacos resultaron heridos. El caso es que las manifestaciones han sido más numerosas –primero se calculaba en 50 mil los participantes y en las últimas horas, ya suman más de 100 mil–, con el agravante de que piden la caída del régimen islamista y el proceso democrático se acelere. Al paso de los días el gobierno ha cerrado portales en la Internet y amenazó con extender los arrestos políticos al resto de alcaldes de la oposición en todo el país.

El desgastante proceso de manifestaciones–represión–manifestaciones en el país ha vuelto, como otras veces en su pasado reciente, a poner a Turquía ante su propio espejo. Sucede que esta nación no encaja en los marcos tradicionales de otros países de la zona. Forma parte de la OTAN, líder regional y eterno aspirante al ingreso en la Unión Europea (UE), y economía emergente, es un ente geopolítico profundamente dividido entre quienes apoyan –y en algunos sectores hasta lo “adoran”–, al que ha sido su líder durante más de dos décadas gracias a una combinación de ambiciones nacionalistas, islamistas y populistas, y los que lo detestan, convencidos de que el objetivo del líder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) no es otro que el de coronarse en un remedo del sultán del siglo XXI y superar el régimen republicano secular y democrático fundado por Ataturk hace 102 años.

Tal como aconteció hace doce años, a raíz de las protestas por las obras del Parque Taksim Gezi (distrito de Beyoglu), el más pequeño de la urbe, inscrito en el moderno Estambul, la parte europea de la ciudad, con paseo para perros, vuelve a ser caja de resonancia del país; la antigua Constantinopla (rebautizada por Mustafá Kemal que quería dejar de lado toda la historia imperial del país)  es hoy escenario del descontento y el miedo de una parte importante de la sociedad, que espoleada por el encarcelamiento e inhabilitación política de Ekrem Imamoglu, reclama la salida del poder de Erdogan y lo acusa de estar gobernando como autócrata.

Según el historiador Soner Cagapty, uno de los analistas turcos más reputados en el extranjero, con la aprehensión del alcalde de Estambul, del que se postuló como candidato del Partido Republicano del Pueblo (CHP) para los comicios presidenciales que tendrán lugar en tres años más, Turquía ha dejado de ser un régimen de “autocracia competitiva” –donde, a pesar del desprecio a la separación de poderes y los derechos y las libertades, seguía imperando el pluralismo político–, puede considerarse ya “una autocracia”.

Las crónicas europeas describen que del “otro lado de la multitudinaria protesta que tiene como epicentro la principal ciudad del país, la laica y secular, la culta y euroasiática, la bizantina y otomana, turca y culta Estambul, se encuentra el gobierno de Erdogan, el hombre del momento, pieza insustituible (eso es lo que creen la mayoría de sus seguidores, que, como siempre apoyan al que tiene el poder hasta que lo pierde) en la arquitectura de la Organización del Tratado del Atlántico Norte: OTAN…líder regional en un turbulento Oriente Medio, convencido como nunca de estar entrando en la fase culminante de su misión histórica. (Todos los mandatarios que le toman gusto al poder después de mantenerse varios periodos gubernamentales en el mando, creen tener una “misión histórica”).

Así, para el “hombre fuerte del momento” y los que le continúan siendo fieles, que todavía se sienten satisfechos por el llamamiento al desarme que hizo apenas hace un mes el encarcelado líder del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PPK), Abdullah Ocalam –en prisión desde febrero de 1999 en la isla de Imrali, Mar de Mármara–, y la caída del régimen de Bachar al Asad en Siria, el “fin justifica los medios” y no hay otra fórmula para apagar las populares manifestaciones callejeras que la mano dura. Se les olvida a muchos gobernantes en problemas que al final la represión es contraproducente.

Quizás en otras circunstancias el procedimiento le haya funcionado. Erdogan, hombre ya de la tercera edad: 71 años, recuerda el 2013, otros momentos de la historia de Turquía y del propio Recip Tayyip. Más de dos decenios en el poder desgastan, algo que el líder del AKP parece no asimilar, y está convencido de que volverá a hacerlo. La mejor prueba de su seguridad es quien la detención e inhabilitación de Imamoglu retuvo lugar en la semana en que, con todo el simbolismo que ello lleva aparejado, el alcalde de Estambul sería elegido en un proceso abierto como candidato a las presidenciales de 2028. El opositor recibió nada menos que 15 millones de votos para su candidatura. Erdogan está convencido de su arrastre popular, como quedó claro en los últimos comicios de 2013. Confía en él, como líder, con sus tics autoritarios, su islamismo (que antaño le valió caer en la cárcel) y su visión neo-otomana del mundo.

Hace una década, Erdogan cuando fue alcalde de Estambul avisó: “La democracia es un tranvía. Cuando llegas a tu parada, te bajas”. Parece que Recep ya olvidó sus propios consejos.

A su vez, Imamoglu envió desde la cárcel un mensaje que agradó a sus seguidores: “Llevo una camisa blanca que no podrán manchar. Tengo un brazo fuerte que no podrán torcer. No retrocederé ni un milímetro. ¡Ganaré esta guerra!”. Y Dilek Kaya, famosa y guapa actriz turca, esposa del alcalde de Estambul, dijo que la represión del gobierno en contra de Imamoglu “había tocado la fibra sensible de todas las conciencias del pueblo”. VALE.