La muerte de Jorge Mario Bergoglio cierra, con una pesada losa de realismo, el ciclo de un pontificado que muchos, ahora sin el velo de la cortesía, juzgan como una gigantesca oportunidad desperdiciada. Con su partida, la Iglesia no enfrenta simplemente un vacío de liderazgo: enfrenta su propio balance existencial. El cónclave que se avecina no será un simple ceremonial revestido de tradiciones multicolores; será un campo de batalla discreto, brutal y definitivo. La elección que aguarda a los cardenales en Roma no será la de un administrador de ruinas, sino la del último arquitecto que pueda salvar, o terminar de enterrar, lo que queda de la cristiandad romana.
Cuando Jorge Mario Bergoglio apareció en el balcón de San Pedro en marzo de 2013, prometió una “Iglesia en salida”. Pero lo que se ha salido en masa no han sido los heraldos del Evangelio, sino los fieles de los templos, los seminaristas de los claustros, los corazones de los hombres. En doce años, el catolicismo se expandió únicamente como una estadística demográfica, impulsada por los nacimientos en África y Asia. Pero en los antiguos bastiones de la fe —Europa, América Latina, América del Norte— el catolicismo se ha convertido en un fantasma: respeta los ritos funerarios pero ha perdido la vitalidad de la vida interior.
Los números no mienten. En 2013, el mundo contaba con aproximadamente 415,000 sacerdotes. En 2024, apenas 407,000. Los seminarios vacíos son el epitafio silencioso de un proyecto pastoral que pretendió conmover con la misericordia, pero olvidó ofrecer la Verdad. África resiste. Asia balbucea. Occidente agoniza. Y la voz de Roma ya no infunde temor ni respeto, apenas melancolía.
El Papa que predicó la apertura hacia el Islam selló uno de los documentos más ambiguos de la historia moderna de la Iglesia: la Declaración de Abu Dabi, donde se sostuvo que Dios “quiere la diversidad de religiones”. Un gesto de diplomacia interreligiosa que muchos veneraron como avance histórico, pero que otros vieron, y no sin fundamento, como un eco pálido de la apostasía. La historia fue implacable. Mientras en los salones de Doha se hablaba de fraternidad, los cristianos en Irak, Siria y Nigeria seguían siendo asesinados, deportados, aniquilados. Arabia Saudita siguió prohibiendo la construcción de templos. Pakistán siguió ejecutando a los suyos por blasfemia. Y Europa, vieja dama en ruinas, siguió perdiendo parroquias convertidas en cafeterías o discotecas.
La “Iglesia en salida” terminó saliendo… pero no llegó a ninguna parte.
En América Latina, el catolicismo fue sustituido en buena medida por el furor de las iglesias evangélicas pentecostales, donde el lenguaje directo, la promesa de éxito y la experiencia emocional sustituyeron a una teología tibia y burocrática.
En Europa, la fe simplemente dejó de existir. No se ha producido un éxodo hacia otros credos: simplemente se ha evaporado la necesidad misma de creer.
El balance de Francisco no es sólo desolador. Es irónico.
Sus mayores éxitos fueron gestos simbólicos: humanizar la figura del Papa, abanderar la ecología integral, impulsar procesos de consulta.
Sus derrotas fueron substanciales: confusión doctrinal, entrega diplomática ante dictaduras, reducción a la irrelevancia social, derrumbe vocacional, abandono pastoral de su propio continente.
Porque Jorge Mario Bergoglio no fue, en esencia, un pastor de almas. Fue un político de izquierda con acento clerical, más atento a las migraciones masivas, al cambio climático y a las tensiones geopolíticas que a las almas individuales que se le habían confiado.
La fe, para él, fue un instrumento de inclusión social, no un fuego que consume y transforma.
La salvación, un proyecto comunitario, no una tragedia personal.
La Iglesia, un hospital de campaña, pero sin médicos que sepan distinguir entre la enfermedad y la salud.
En esta hora amarga, los cardenales se preparan para elegir su sucesor. No sólo debatirán sobre nombres. Disputarán, en silencio, el alma misma de la Iglesia.
De un lado, los herederos fieles al proyecto franciscano: hombres como Pietro Parolin, el diplomático; Luis Antonio Tagle, el sonriente dialoguista filipino; Blase Cupich, el progresista endurecido de Chicago.
Del otro, los silenciosos guardianes de la ortodoxia: Robert Sarah, el africano místico; Raymond Burke, el jurista combativo; Gerhard Müller, el teólogo que habla en voz baja pero golpea con precisión.
Entre ellos, los tibios, los calculadores, los pragmáticos, los que nunca arderán ni congelarán.
Matteo Zuppi, eterno equilibrista.
Jean-Claude Hollerich, peso pluma de un continente cansado.
El cónclave que comienza decidirá más que un nombre. Decidirá si la Iglesia Católica puede seguir siendo ella misma o se convertirá en una sombra amable que no convertirá a nadie, pero tampoco molestará a nadie.
Decidirá si hay todavía algo que defender, o si sólo queda negociar el retiro elegante de una civilización espiritual de dos mil años.
Cuando el humo blanco se eleve, sabremos si el sucesor será un César de la compasión o un restaurador de la fe.
Un político de salón o un pastor de almas.
Un gerente de ruinas o un apóstol de la eternidad.
Porque los imperios pueden caer y las civilizaciones pueden fenecer.
Pero cuando la fe se evapora, sólo queda polvo.
El polvo no canta.
El polvo no reza.
El polvo no resucita.
@DrThe

