Aunque parezca mentira, a estas alturas de la historia, hay sitios que parecen estar malditos; además de peligrosos, esos puntos geográficos solo conocen la fatalidad como regla de vida. De no creerse, pero es la realidad. La región de Cachemira, repartida entre la India y Pakistán, amenazada (o sobreprotegida, según el bando en el que se navegue), va al garete, olvidada por la divinidad o algo semejante. De sus gobernantes, ni hablar. En suma, la zona geopolítica de referencia es uno de los puntos más críticos del planeta, convertido, ahora, en una amenaza para la seguridad del mundo. La historia va para largo.

Un somero repaso histórico vale la pena. La Segunda Guerra Mundial comenzó en la India en un ambiente muy diferente a la Primera, de 1914/1918. Las tropas indias del domino británico reclutadas en dicho conflicto —pese a una ola de terrorismo antibritánico que tuvo lugar en algunas regiones del país—, manifestaron lealtad a la Inglaterra del momento: 1,300,000 indios tomaron las armas y combatieron con coraje en Flandes y en el Cercano Oriente: más de cien mil de ellos encontraron la muerte en los combates. Por lo mismo, muchos de los habitantes del subcontinente esperaban que Inglaterra, al final de la guerra, acordaran la autonomía interna de la India. En agosto de 1917, el Secretario de Estado para la India, Edwin Samuel Montagu así lo prometió, y lo cumplió.

De frente a la II GM las tropas de la India se comprometieron en el conflicto: más de dos millones de voluntarios, entre 1939 y 1945, aunque el Partido del Congreso se negó a cooperar con los ingleses sin antes haber obtenido un compromiso en firme de independencia completa. Desde 1940, el histórico Mohandas Karamchand Gandhi inició una campaña de desobediencia civil contra Londres, y la situación política se agravó aún más con la entrada en guerra contra Japón en 1941, y ya en 1942 en la hora en que los aliados se encontraban en la situación más crítica del conflicto,  los líderes del ya citado Partido del Congreso desencadenaron la campaña. “Sal de la India”, con el propósito de prevenir, con una acción no violenta, la participación de India en la guerra. Por tal motivo, Gandhi, Nehru y otros dirigentes hindúes y musulmanes fueron puestos en prisión durante varios meses.

Ya en 1945, último año de la guerra, el nuevo gobierno laborista inglés mostró claramente su propósito de resolver lo más pronto posible y definitivamente el problema indio. De tal suerte, el conflicto entre ingleses y nacionalistas fue relegado a un segundo plano por el antagonismo cada vez más virulento entre hindúes y musulmanes. Los primeros querían mantener la unidad del antiguo imperio creando un gobierno que incluyera a los representantes de las dos religiones, en tanto que los musulmanes, bajo el liderazgo de Mohammed Ali Jinnah, exigían la creación de un Estado musulmán separado, Pakistán.

Esto era el huevo de la serpiente, problema muy complejo, tan complejo que, a la fecha, soplan los polvos de aquellos lodos. Resulta que hindúes y musulmanes no residían geográficamente en regiones bien definidas. Un grupo muy importante de musulmanes vivían en Bengala, a más de 2,000 kilómetros de sus correligionarios del Pendjab, y además, los “estados principescos” (gobernado por los fastuosos maharajás) cuyas poblaciones en su mayoría musulmana tenían soberanos hindúes, o al contrario. Al final, se planteó la situación de los sijes (sikhs, cuya religión se remonta al siglo XVI) que no querían ser ni estar bajo el dominio musulmán ni tampoco hindú. Todo el año 1946 el país vivió horas sangrientas entre los fieles de cada religión.

Ante tan radical panorama, el gobierno británico precipitó el proceso de independencia y nombró en febrero de 1947 como último virrey de las Indias a Louis Francis Albert Víctor Nicolás, lord Mountbatten, biznieto de la reina Victoria, que sería asesinado en un atentado que organizó el Irish Republican Army (IRA) el 27 de agosto de 1979.

Un excelente libro, de mi compadre el escritor francés Dominique Lapierre (que lamentablemente falleció hace tres años), Esta noche la libertad, escrito al alimón con el periodista estadounidense Larry Collins, narra puntualmente el histórico capítulo del nacimiento de la India y Pakistán modernos en 1947.

El documento que oficializó el histórico acto fue la Indian Independence Bill (Ley de la Independencia de la India), votada por el Parlamento británico en el mes de julio y entró en vigor el 15 de agosto de 1947. India quedaba repartido en dos Estados independientes, que recibieron el estatuto de dominio en el seno de la Commonwealth británica, pero cuyas fronteras en el Pendjab y en Bengala quedaban pendientes de ratificar. Esos Estados fueron la India y Pakistán, cuyos antecedentes constan en la epopeya épica mitológica de la India —el Mahabharata—, escrito en sánscrito. Los orígenes del conflicto internacional que mantiene en vilo a todo el mundo. La herida se abrió en 1947 hace 78 años y no tiene para cuando sanar.

El reparto del viejo imperio provocó matanzas y traslados masivos de la población. Entre 1947 y 1950, siete millones y medio de musulmanes escaparon con destino a la India y Pakistán, mientras que 10 millones de hindúes y sijes (Siks) se refugiaron en India; la mayor parte de estas personas desplazadas sufrieron durante mucho tiempo una suerte lamentable. Y en muchas regiones, los fieles de ambas religiones, se entremataron: se calcula en 400,000 muertos solo en 1947, el año de la independencia.

Para la psique colectiva india la existencia misma pakistaní es fruto de lo que el propio Gandhi consideró la mayor tragedia para la India independiente, la división que vive en el corazón de los indios como una llaga pustulosa y crónica.

El atentado terrorista pakistaní del pasado 22 de abril del año en curso, en el valle de Baisaran, al sur de Cachemira, volvió a encender el polvorín. Veintiséis personas murieron y por lo menos 17 resultaron heridas cuando un comando armado disparó contra un grupo de turistas en plena temporada alta. Sin calificativos. La autoría de la matanza fue reivindicada por el Frente de Resistencia (TRF), apéndice del grupo yihadista paquistaní Lashkar-e-Taiba (brazo militar de Markaz Daza-Wal-Irshad, partido islamista de la región. También participó en la masacre, el no menos bárbaro Jaish e Mohamed (JeM), literalmente el Ejército de Mahoma, cuyo objetivo principal es la separación de Cachemira de la India. La inteligencia de Nueva Delhi y occidental no tienen la menor duda al respecto: detrás del ataque está el viejo aparato de injerencia desestabilizador transfronteriza de Pakistán, con su ejército y el temido servicio de inteligencia militar, conocido como ISI (Servicio de Inteligencia Interservicios de Pakistán), moviendo los hilos del terror.

En un análisis periodístico titulado El abismo en el Himalaya y la espiral del terror, de Gustavo Aristegui, se explica mejor el asunto: “Pocos países han hecho del terrorismo una herramienta estructural de su política exterior y de vecindad con tanta impunidad como Pakistán. Desde los ataques de Mumbai en 2008 (la masacre en los hoteles Taj Palace y Oberoi) hasta el atentado de Pathankot en 2016, el patrón es inequívoco: grupos yihadistas bien armados, adiestrados en suelo pakistaní, ejecutan atentados en India con precisión militar. Las comunicaciones interceptadas, las confesiones de detenidos, las pruebas balísticas y la financiación rastreada, apuntan en una misma dirección: el ISI”.

El atentado de Baisaran encaja bien en esa perspectiva terrorista, aunque Islamabad niega toda implicación en el acto, como siempre lo ha hecho. El doble juego de su élite militar raya en el cinismo: en tanto busca el diálogo, ampara a organizaciones cuya razón de ser es echar por tierra la estabilidad regional.

Tras el atentado, Nueva Delhi desplegó una nueva ofensiva diplomática de gran calado. Se cerró el paso fronterizo de Attari-Wagah, se cancelaron visados y expulsó a diplomáticos paquistaníes. Y el 6 de mayo el gobierno de Narendra Modi puso en ejercicio la Operación Sindoor con ataques quirúrgicos con sus cazas franceses Rafale y misiles guiados Scalp de precisión y bombas inteligentes Hammer sobre lo que describió como “Infraestructura terrorista” en la Cachemira paquistaní y otras zonas aledañas. Islamabad respondió con artillería y misiles de inmediato y con su acostumbra retórica de victimización.

El riesgo de escalada fue y sigue siendo real. Pakistán elevó el tono, insinuó represalias nucleares y la región entera se encontró ante la amenaza de una guerra nuclear, que difícilmente sería regional. El posible Armagedón seria espantoso. Muchos millones de muertos en las primeras 24 horas de semejante conflicto. De locura.

La escalada entre ambos países tras el atentado del 22 de abril pasado no es un episodio aislado, es el síntoma de una patología estructural. Mientras el estado pakistaní continúe instrumentalizando el terrorismo como vía de presión geopolítica, y en tanto su ejército “gobierne” sometiendo al poder civil al papel de comparsa, la zona  estará atrapada en un ciclo infernal de inestabilidad, atentados, represalias y riesgo real de una guerra como no se ha visto otra desde el final de la II Guerra Mundial. Una vez más, Cachemira se convierte en la metáfora dolorosa y escalofriante de una región en la que la paz no ha sido más que breves momentos de enfrentamiento de menor intensidad. Desde 1947 a la fecha.

Así las cosas, después del alto el fuego declarado el fin de semana anterior, el primer ministro de la India, Narendra Modi, en una primera declaración desde la tregua agregó que en cualquier conflicto futuro con Pakistán, su país “no toleraría el chantaje nuclear”, y que Nueva Delhi sólo “ha pausado” la acción militar contra su vecino y que “tomará represalias en sus propios términos”. Además, dijo, fue Pakistán el que primero contactó al jefe de operaciones militares hindú el sábado 10 de este mes, para solicitar un alto el fuego, y el que pidió ayuda a la comunidad internacional.

El equilibrio estratégico entre ambos países se fundamenta en una disuasión mutua de carácter nuclear (una especie de MAD: mutual asures destruction) regional que por fortuna nunca ha funcionado. La India posee unas 160 ojivas nucleares, Pakistán alrededor de 170, según el SIPRI (instituto independiente con sede en Estocolmo que investiga todo lo referente a armamento y conflictos intencionales). Los dos países han evitado la guerra desde 1971 cuando la India derrotó a Pakistán para lograr la independencia de Bangladesh hasta entonces Pakistán oriental. El uso de misiles de precisión ha producido en los últimos tiempos una nueva dinámica: la guerra limitada, pero de muy alta intensidad, que se sabe cómo empieza, pero no como termina. La frontera de estos países, ya de por sí tensa, se militariza aún más. El riesgo de un conflicto total es escalofriantemente real. ¡Ojalá y no sea así! Por bien del mundo. VALE.