Confieso que el mosaico de las ideologías -unas más, otras menos- siempre me han causado aversión y sospecha. Igual pienso de quienes las asumen y defienden como su marco de existencia vital. Tengo la impresión de que adoptar una ideología es como meterse un libro en el cerebro, cerrarlo y tirar la llave al río ¿Lo leyó completo? ¿Lo entendió? ¡Qué importa! La necesidad irrefrenable de pertenencia a una colectividad ha sido satisfecha. Nos diremos: “El camino que yo debía encontrar por la vía de la razón y el libre albedrío que me ha sido dado, ya me lo escribió otro, mejor de lo que yo hubiera pensado. Qué alivio; y yo que pensé que tenía que pensar”.

Antes de avanzar sobre el tema, conviene mencionar para obsequio de mis lectores –si es que alguno tengo– que las ideologías son algo esencialmente creación del siglo XIX. Marx y Engels nos ofrecen los marcos ideológicos más conspicuos de la época, derivando del Materialismo Histórico, por ejemplo, el marxismo, comunismo, socialismo y otras corrientes afines (leninismo, estalinismo), sin dejar de mencionar sus contrarios: liberalismo, capitalismo, estructuralismo (Smith, Ricardo, Keynes, Friedman). Todos ellos crearon ismos. Cabe decir también que el origen primario de las ideologías son las religiones; de hecho, toda ideología tiene algo (o mucho) de religión: ambas se someten a dogmas (verdades que no requieren evidencia), principios, premios y castigos. Lo relevante es que, al asumirlas, da derecho a membresía, tácita o expresa.

Si algo distingue, no obstante, a ambos esquemas de creencias -religiones e ideologías- resaltan más sus odios que sus afectos: hacia afuera generan guerras, conflictos, exterminio, sectarismo; internamente se castiga a los disidentes, a los reformistas, a los que piensan distinto, a los que ponen en riesgo a la corriente o al movimiento.

Es de notar también que, en toda ideología que logra imponerse sobre la masa (o pueblo), se advierten tres estructuras jerárquicas: primero, el que la elabora y la fundamenta (profeta, cacique, ideólogo); después, quien la ejecuta y vigila su cumplimiento (el dirigente); y, finalmente, la masa (el militante). Este último la asume sin cortapisas: ladra cuando todos ladran, calla cuando todos callan. Con graciosa ironía el filósofo de Güemes dice: “Sólo el perro de adelante sabe por qué todos ladran”. Las masas, el pueblo o la gente -como quiera llamárseles- se han convertido en una masa vociferante, inconsciente de las consignas que el cacique y los dirigentes les envían según las circunstancias del momento. Ya desde el Renacimiento, Leonardo da Vinci (Diario) decía que el pueblo “son un saco en donde entra y de donde sale lo que comen”.

No hay duda: los “nuevos” populismos no tienen nada de nuevo; desde tiempos inmemorables ha habido quien hipoteque su capacidad de discernir y trascender, a cambio de una doctrina o ideología.

Decía al principio de estas líneas que las ideologías son como un libro, un manual que nos metemos en la cabeza y priva sobre todas, o casi todas, nuestras creencias. La consecuencia de esto, que yo llamaría “flojera mental”, es que cuando hablamos con un adoctrinado, nos deja la impresión de que, lejos de estar hablando con un ser racional capaz de ejercer su libertad de pensamiento, me enfrento a un libro de texto, generalmente mal leído y mal asimilado. Además, si por casualidad en la discusión mi pobre ironía socrática los hace dudar o contradecirse, hay riesgo de enemistad, odio y hasta castigo. Y no es para menos: sacudir la estructura fundamental de las iglesias, las sectas o los partidos, cimbra el edificio en el que habita la colectividad de la que uno es parte.

Me preocupa, pues, que el pensamiento individual haya sido derrotado por el colectivo, por el enjambre, por el pensamiento de masas. Mi opción, en cambio y que propongo, es el pensamiento individual. El pensamiento individual -nos dice Rudiger Safranski (Ser Único) “es la condición de poder valernos en solitario, sin buscar la propia identidad exclusivamente en un grupo. Significa también ser capaz de mantener distancia y, llegado el caso, renunciar al asentimiento de otros”. Desconfío, por tanto, de los ideólogos, de los iluminados, de los líderes, de los autócratas y, desde luego, de los aberrantes youtubers, de los influencers, promotores todos de la conducta de enjambre.

En fin, que el tema exige mayor espacio… y aquí no lo tengo. Me bastará entonces abundar, por lo menos, en el título de este escrito. Al nombrarlo “Ideologías o la servidumbre de la razón”, tuve en mente las servidumbres que nos imponen desde fuera implicando formas de sometimiento o esclavitud, ya sean en lo físico o en lo espiritual; pero hay otras que nos imponemos a nosotros mismos, consciente o inconscientemente, sometiendo nuestra libertad de pensamiento a una esclavitud voluntaria. Es probable que esta opción aparentemente nos brinda sosiego en el decurso de nuestras vidas, pero difícilmente nos hará felices, y menos aún al final de nuestras vidas. Sólo recordar que nacemos y morimos solos. Nadie nace ni muere siendo masa.

Concluyo diciendo que no conozco una ideología que nos ofrezca una felicidad colectiva ni una religión que no la proponga sino hasta la otra vida. Me declaro, por tanto, a favor de mis propias ideas, de mis mi mismos, de mi individualidad, de mi ser único.

¿Por qué? Porque lo digo yo.