Aunque el lector no sea católico desde hace semanas está al pendiente, primero, del estado de salud del Papa Francisco, luego de su mejoría y, al final, del fallecimiento del jesuita argentino, Jorge Bergoglio Sívori, obispo de Roma, que ocupó la silla de Pedro en Roma durante doce años y algunos días. En la Iglesia de Occidente, nadie más usa ese nombre; durante ese tiempo fue el principal líder espiritual de más de 1,400 millones de católicos. A sus exequias acudieron varios de los principales dirigentes políticos —creyentes o no—, de la Tierra. Esos personajes no asistieron por simple ceremonial diplomático, había algo mas.
¿Por qué? Si el sumo pontífice del catolicismo no cuenta con poderosos ejércitos ni maneja la economía internacional. Más bien era ya un hombre enfermo, mal visto por otros jerarcas eclesiásticos y por feligreses que no estaban de acuerdo con varios de los cambios que ordenó en la práctica del catolicismo. A semejanza de Pedro, el primer Papa, era como su nombre lo indica: piedra, no diamante. A veces burdo, a veces suave. Sobre esa piedra, Cristo edificó su Iglesia. La prueba de su origen no terrenal es que ninguna institución humana —sobre todo religiosa—, hubiera durado el paso de miles de años gobernada por hombres como Pedro (o como Francisco) y sus más de 260 sucesores. Reinos e imperios han sucumbido por causa de una misma debilidad, fueron instituidos por hombres fuertes sobre hombros fuertes, solo la Iglesia está cimentada sobre la debilidad y por lo mismo casi es indestructible. Esta es la visión de un creyente.
Ahora, el Papa que vino del fin del mundo ya calló para siempre. El 21 de abril pasado el mundo se vio privado de un defensor de los oprimidos. A medida que las deportaciones masivas se convierten en la norma, el autoritarismo se expande y las alianzas que gobernaron la era posterior a la Segunda Guerra Mundial se trastocan, es evidente que el jesuíta argentino dejó un mundo muy diferente al que encontró al volverse Papa en 2013. Doce años después, hay una nueva generación de líderes cuyas políticas se alinean menos estrechamente con las del extinto Papa, incluyendo al estadounidense Donald J. Trump, y su paisano, Javier Milei. Y en otros sitios donde abundan los lobos con piel de cordero. Verbi gratia.
“Definitivamente su voz hace falta” dice el arzobispo Paul Richard Gallagher, secretario para las Relaciones con los Estados de la Santa Sede, que participaba. de la preocupación de Francisco por los migrantes y los refugiados. “De repente, la gente se está dando cuenta de que esa voz era importante y la escuchaban. Era uno de los pocos puntos de referencia que tenía el ser humano en el mundo”. Por eso hay mucho interés por conocer al cardenal que saldrá Papa del Cónclave. Nada más, nada menos.
El miércoles 7 por la tarde se cerraron las puertas de la Capilla Sixtina, sede del Cónclave, y comenzó el ritual más solemne y reservado de la Iglesia Católica. En esta, como en otras ocasiones, el proceso se da en medio de un ambiente de incertidumbre, sin favoritos claro, la lista de posibles sucesores de Francisco es larga, muy larga. Y las posturas dentro del Colegio Cardenalicio están divididas, algunos clérigos impulsan la continuidad del legado del pontífice jesuita, el primero en la historia, una Iglesia más cercana, abierta y reformista. Otros, en cambio, desean un viraje hacia posiciones más conservadoras.
Según las conversaciones previas del Cónclave el perfil del nuevo Papa debe ser el de un pastor presente y empático, capaz de empuñar el timón de una iglesia de 1,400 millones de fieles en un mundo cada vez más desafiante. Los nombres que empezaron a circular desde antes de la reunión del Colegio Cardenalicio no habían consolidado mayorías. El propio cardenal británico, Vincent Gerard Nichols, de 79 años de edad, un año antes del límite para poder ser papabile, aceptó que su “lista sigue cambiando”.
Como lo explica el rector del campus Ciudad de México de la Universidad Panamericana, Santiago García Álvarez, “encabezar la Iglesia Católica no debería ser entendido como una posición de poder, sino de servicio…Desde Juan XXIII y Juan Pablo II, hasta Benedicto XVI y Francisco, se ha percibido una resistencia inicial a aceptar el cargo, la conciencia de la propia fragilidad, el ruego de los fieles para que rezaran por ellos, y una aceptación fundada en razones profundas, alejadas de la lógica tradicional del poder”.
Continúa García Álvarez: “Para juzgar el papel de quien encabeza la Iglesia solemos recurrir a categorías propias de CEO (Chief Execuive Officer: director ejecutivo), presidentes o reyes. Si bien alguna dimensión del papado puede relacionarse con funciones de gobierno, su esencia va más allá. Los pontífices exigen cualidades de servicio, vida de oración, fe profunda Y la convicción de representar a Cristo, a través de su amor doctrinal y pastoral”.
“No faltan los cuestionamientos —agrega—, sobre la aparente falta de modernización de la Iglesia en diversos temas sociales….conviene advertir que la lógica de un Papa no es proyectar una visión personal del futuro, es custodiar un legado que en la fe católica, fue transmitida directamente por Cristo. Los pontífices no se consideran con autoridad para modificar lo recibido, pues se interpreta como una transmisión divina. Estemos o no de acuerdo con esa visión, vale la pena respetar a quienes desde lo más hondo de su corazón, creen firmemente en ella, como tantos millones de cristianos en el mundo”.
El rector de la Universidad Panamericana abunda en el tema y dice que “cada pontífice suele enfocarse en algunos aspectos concretos del cristianismo. Es natural que cada Papa impulse ciertos temas. Así, tan católico fue el énfasis de Francisco en los más necesitados, como el de Benedicto XVI en el diálogo entre fe y razón o el de Juan Pablo II en el impulso de una nueva evangelización. En esta lógica, las categorías de izquierda o derecha, simplemente no aplican: su raíz es de carácter más sobrenatural”.
En fin, “de cara a un nuevo cónclave, es normal advertir las notas humanas que subyacen en este acontecimiento, porque sin duda existen. Ciertamente hay condiciones que pueden hacer más aconsejables el nombramiento de un perfil específico para enfrentar los desafíos contemporáneos. Pero para analizar un cónclave, es indispensable cometer que, más allá de las razones humanas, prevalece una lógica de carácter trascendente, una manera de concebir el poder, de tomar decisiones y de enfrentar las circunstancias que es distinta de nuestras categorías tradicionales de pensamiento”.
El cónclave ha suscitado todo tipo de análisis y de comentarios. Unos agnósticos, otros de creyentes, y unos más de los propios sacerdotes católicos como el del doctor Luis Arriaga Valenzuela, sacerdotes jesuita, rector de la Universidad Iberoamericana-Ciudad de México, que explica en un análisis periodístico titulado Un legado perdurable: “En tiempos donde abundan liderazgos políticos autoritarios y demagógicos; en tiempos de postverdad y polarización, en tiempos donde la religiosidad no atrae a las juventudes que buscan sentido —pues las aleja el dogmatismo, la rigidez y la incongruencia—, Francisco fue un líder ético que mostró que la verdad, la misericordia, el diálogo y la congruencia entre el decir y el actuar pueden tener aún tener lugar en el ámbito de lo público. Por eso cautivó a propios y extraños y por eso, también su partida ha dejado un gran vacío”.
Así pues, “la tarea que tienen por delante los cardenales que participarán del cónclave puede contribuir a que este laudo perdure. Desde una perspectiva creyente, confío en que así será. Y sé, pues así lo he constatado en estos días tras su muerte, que muchas personas de buena fe comparten esta misma esperanza, incluso sin asumirse parte de la iglesia atómica”, agrega.
Y es, aludiendo a esa esperanza —dice Arriaga Valenzuela—, que compartimos creyentes y no creyentes, como quisiera concluir, pues estoy convencido de que en última instancia parte del perdurable legado del Papa es habernos recordado que la esperanza une sin distingos a la humanidad porque “está enraizada en lo profundo del ser humano, independientemente de las circunstancias concretas y los condicionamientos históricos en que vive. Nos habla de una sed, de una aspiración, de un anhelo de plenitud, de vida lograda, de un querer tocar lo grande, lo que llena el corazón y eleva el espíritu hacia cosas grandes, como la verdad, la belleza, la justicia y el amor” (Encíclica Fratelli Tutti, párrafo 55).
El cónclave que se inició el miércoles 7 de mayo es muy diferente a los de la antigüedad (como el que tuvo lugar en Viterbo, Italia, en el año 1268, cuando tuvo lugar el más largo de la historia: dos años y nueve meses. Los fieles del lugar, desesperados por que no veían para cuando se conocería el siguiente Papa, secuestraron a los cardenales, los encerraron bajo llave (ahí nació la palabra: cónclave, del latín cum clave: con llave), les quitaron el techo de la estancia cerrada donde se reunían —los dejaron al aire libre—, y les racionaron los alimentos. Todo para ejercer presión, y forzarlos a elegir, por fin, al nuevo pontífice. Las dos facciones principales se peleaban la silla de Pedro: italianos contra franceses. Ninguno conseguía la mayoría. Al final, el electo fue Gregorio X, poniendo término a diez años de sede vacante. Parece de cuento, pero así sucedió. En Viterbo, por cierto, en el siglo XIII nacieron los ritos del cónclave actual.
La primera votación del miércoles, cuando escribía esta columna, resultó en humo negro. Lo que significó que el cónclave continuará. Puede ser por uno o más días, o puede ser más corto. La idea general en Roma y en otras capitales, es que la Iglesia Católica necesita en estos momentos un pontífice que asuma como misión principal conciliar a las distintas corrientes de pensamiento que han surgido en varias partes del globo; en algunas partes, incluso, los ortodoxos —sacerdotes y fieles—, hablan de un cisma. Se necesita entones, un sucesor de Pedro que tenga la capacidad de crear puentes, de abrir espacios de diálogo, y eso solo lo puede lograr un Papa que tenga una claridad misionera.
Los cardenales, la mayoría saben que su misión es dirigida por el Espíritu Santo, no ignoran —más allá de sus simpatías por uno u otro miembro del Colegio Cardenalicio—, que sea un vicario de Cristo con dos metas específicas: seguir impulsando la apertura de la Iglesia, y por otro lado que tenga la capacidad de salir al paso de los grupos radicales, curiosamente, como los cardenales de África, que en grupo firmó una carta en contra de las reformas que dispuso Francisco.
En fin, piensan muchos, el próximo Papa debe dirigir una Iglesia “de puertas abiertas, no solo para que la feligresía se mantenga dentro de los templos y siga llegando, sino también “para salir al mundo”. VALE.


