El 17 de abril de 1695, el Convento de San Jerónimo fue invadido por el silencio. Una de sus religiosas, Sor Juana Inés de la Cruz, dejaba de existir, pero nacía un símbolo. Fallecía una mujer erudita, enclaustrada por las normas de su época, pero surgía una voz inextinguible que hasta hoy sigue proclamando justicia, saber y libertad.
En un espacio que no perdonaba la inteligencia femenina, Sor Juana se atrevió a cultivar el intelecto a través del estudio, la lectura, la escritura, el debate. Amó el conocimiento más allá de los mandatos del mundo virreinal. Por eso, la llama de su memoria continúa erguida desafiando al tiempo.
A los pies de los volcanes, en la hacienda de San Miguel Nepantla, un 12 de noviembre de 1651, abrió los ojos a la vida Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana. Una niña con preclara inteligencia que desde muy corta edad la hizo notar. A los 3 años ya podía leer, a los 5 dominó la escritura y a los 8 descubrió su facilidad para componer versos.
La lectura se convirtió en su afición. El pensamiento de Séneca, Ovidio y Aristóteles pronto le fueron cercanos. Rogó a su madre la dejara vestirse de varón para poder asistir a la Universidad. Espacio hasta entonces considerado no apto para las mujeres. Consciente de esta realidad, precisó que su anhelo de ingresar a una institución de estudios profesionales no tenía como afán obtener un título universitario, sino, adquirir conocimiento. Decidió estudiar por su cuenta, se convirtió en autodidacta de espíritu enciclopédico y puso en práctica su expresión: “Yo no estudio para enseñar a otros, sino para ignorar menos”.
Cuando tenía catorce años fue aceptada en la corte virreinal como dama de honor de la marquesa de Mancera. Su fama de estudiosa y conocedora no tardó en relucir. El Virrey la puso a prueba con las personas más connotadas de la corte y nuestra entonces joven protagonista, dio sobradas pruebas de su conocimiento y valía.
El bullicio de la corte, no le ofrecía ni el recogimiento, ni el silencio que el estudio y la lectura le demandaban. Razones que encaminaron sus pasos a su refugio y fortaleza: el convento. Espacio que le ofreció, más allá de una vocación religiosa, libertad para leer y escribir en paz.
En 1669 tomó los hábitos en la orden de San Jerónimo, un convento de claustro, que lejos de hacerla sentir tras los barrotes de una prisión, le representó un universo. Convirtió su celda en el pequeño mundo donde coexistían libros, códices, mapas, papeles, instrumentos, plumas y tinta.
Fue su celda el pequeño sitio en donde Sor Juana dio rienda suelta a su inspiración. En donde escribió poemas, cartas, sonetos, comedias, autos sacramentales, tratados científicos. Su espléndida y versátil pluma igual conducía por el sendero de un argumento científico, que acariciaba con la tersura de un poema, o increpaba una injusticia con el filo de una espada.
El Neptuno Alegórico fue escrito por Sor Juana en 1680, por la llegada a la ciudad de México del Virrey Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, Marqués de la Laguna. Es una obra laudatoria escrita en prosa, con un lenguaje altamente simbólico que describe a los personajes mitológicos e inscripciones latinas que decoraban el arco de su recibimiento. Describe al virrey como el personaje equilibrador que debe conducir al pueblo con prudencia, templanza y saber. Ponderación entre Marte y Minerva, entre la guerra y la sabiduría.
En 1690, se publicó La Carta Atenagórica, un texto de aguda crítica teológica en la que Sor Juana analiza y refuta, con brillante erudición, un sermón del jesuita portugués Antonio Vieria, centrado en la superioridad del amor divino sobre el temor en la relación con Dios. Aunque su redacción era privada, fue publicada sin su consentimiento por el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, quién al hacerlo, usó el pseudónimo de “Sor Filotea de la Cruz”.
La Carta Atenagórica ha sido considerada una pieza excepcional del pensamiento crítico de la Nueva España, en la que se demuestra el gran dominio de Sor Juana sobre la escritura, la moral filosófica y la retórica sacra. La que dio lugar a duros ataques y una carta de amonestación por parte del obispo, por dedicarle tiempo a cuestiones intelectuales impropias de su estado religioso.
También provocó su célebre defensa en “La respuesta a Sor Filotea de la Cruz”. Una carta magistral en la que Sor Juana expuso con dignidad y lucidez, las razones de su vocación intelectual y el derecho de las mujeres a estudiar y a escribir. En la que también narra su temprana pasión por el saber, su formación autodidacta y las múltiples resistencias que enfrentó como mujer en un mundo que le negaba el acceso al conocimiento. Refiere una poderosa reflexión sobre la libertad de pensamiento y la autoridad moral de las mujeres. La respuesta no es sólo una autodefensa, es un manifiesto anticipado de los derechos intelectuales femeninos, escrito con una elegancia barroca que no resta claridad a su fuerza. En sus páginas arde la conciencia crítica de una mujer que desde el claustro se atrevió a pensar en voz alta.
Sor Juana cultivó todos los géneros, pero fue en su poesía donde su genio brilló con esplendor. En sus sonetos, redondillas y romances se deja ver la aguda crítica social, la ironía y una pasión contenida. Siempre acompañada por conocimiento y erudición. Escribió sobre el amor y el desengaño, sobre la ciencia y el alma, sobre lo divino y lo humano. Fue mística, filósofa y racionalista. Fue todas las contradicciones de su época y todas las promesas de la nuestra. Su celda fue claustro y trinchera, su pluma fue escudo y espada. Su estilo, cargado de referencias clásicas, de metáforas barrocas y de una lógica implacable. Desafió a la Iglesia y al poder masculino y esto tuvo un precio.
Años después, sin sus protectores y bajo la presión eclesiástica, Sor Juana fue obligada a firmar una retractación, a deshacerse de su biblioteca, de sus instrumentos científicos, de sus manuscritos. Aceptó esta sanción como penitencia impuesta. En 1695, mientras atendía a religiosas enfermas de una epidemia, contrajo la peste y falleció a los 46 años.
Hoy a más de tres siglos de su muerte, Sor Juana Inés de la cruz vive en cada palabra que reivindica el pensamiento femenino, en cada mujer que se atreve a cuestionar, en cada persona que busca la libertad del conocimiento. Su imagen impresa en billetes, esculturas y murales, no es sólo un homenaje, es un recordatorio del poder transformador de las ideas.
Recordar a Sor Juana en el aniversario de su muerte es rendir tributo a la mujer que se atrevió a ser llama en la penumbra, que se negó a ser sombra en un mundo de luces masculinas. Es celebrar a la décima musa, a la religiosa que pensó con libertad y escribió para la eternidad.
La autora es ministra en Retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación
@margaritablunar