Denunciar actos de corrupción, el nepotismo en candidaturas a cargos públicos, irregularidades en el servicio civil, propuestas que vulneran los derechos ciudadanos, proyectos de infraestructura innecesarios y costosos, cultos a la personalidad disfrazados de eventos políticos o de gobierno, o actos anticipados de campaña. Todos estos temas, y más, podrían quedar fuera del alcance de la opinión pública en medios y redes sociales. Quienes se sientan aludidos ahora tienen el poder de invocar leyes existentes para silenciar al autor y borrar la información de la red. Esto no es una exageración; los casos documentados evidencian el avance de la censura.

Tras usar el presupuesto de publicidad oficial para comprar coberturas favorables, e incluso valerse del padrón electoral para notificar a periodistas que incomodaron a alguien con sus publicaciones —lo que implica irrumpir en la privacidad de sus hogares—, el siguiente paso ha sido la modificación de leyes. El objetivo: estrechar el cerco contra cualquiera que se atreva a exponer datos o denuncias que revelen los abusos de quienes solo buscan impunidad.

No bastaba con contratar equipos dedicados a acosar en redes sociales a periodistas, políticos de oposición o usuarios con puntos de vista diferentes, ya sea con insultos o supuestos desmentidos; ni con atacarlos con argumentos falaces como que eran “pagados por la derecha”, parte de una conspiración contra el gobierno, o que actuaban por haber perdido sus “privilegios”. Ahora, se busca que la ley los castigue por ejercer su libertad de expresión.

 

Entre la crítica y el abuso

En sexenios anteriores, fuimos testigos de la crítica en redes sociales a la decisión de Felipe Calderón de iniciar una ofensiva militar contra los cárteles del narcotráfico. Incluso, una exlegisladora, hoy parte del gobierno federal, se refirió a él en su cuenta de X con epítetos como “viejo culero” o “enano”. Otro miembro del actual partido oficialista tildó a una diputada panista de “bocona” y sugirió “darle una chinga”; hoy, este mismo personaje exige disculpas públicas, amparándose en su “alta investidura”.

El marco legal del país no se alteró por esos excesos, ni por el uso reiterado de insultos hacia quienes no compartían militancia u opiniones. Se respetó la libertad de expresión, y, como señaló un expresidente, había que “aguantar vara”.

Si bien es cierto que en algunos casos se puede caer en el exceso y abusar del marco de libertades que existen en el país, este escenario es preferible a uno donde no haya posibilidad de expresarse libremente y cualquier comentario, incluso en una cuenta personal de una red social, sea objeto de una sentencia judicial con acusaciones de violencia o incitación al odio, exponiendo al autor en distintas instancias por cualquiera de los involucrados.

Cuando desde las tribunas políticas más influyentes del país se envía el mensaje de que la reforma de una ley que busca criminalizar opiniones distintas, e incluso memes, no es censura, queda claro que el problema ha llegado a un punto en el que debemos empezar a compararnos con regímenes autoritarios.

Es innegable que la desinformación prolifera en medios y redes sociales; que hay quienes solo buscan insultar o carecen de argumentos más allá de la mentira; que existen campañas para atacar a figuras políticas con el fin de impedir candidaturas o de desprestigiarlas. Sin embargo, de esto a que una persona se vea envuelta en un procedimiento jurídico por expresar su opinión, hay un abismo de diferencias que debe ser claramente delimitado.

 

Escribir en tiempos de censura

En el pasado, ante la posibilidad de que los poderosos reaccionaran violentamente a la crítica, algunos periodistas recurrieron a su vena literaria para velar sus textos y evitar así desatar una furia que incluso podría costarles la vida.

Es posible que debamos retornar a esos tiempos en los que una columna o artículo describía lo que sucedía en un país imaginario, con nombres inventados de gobernantes, y sus acciones narradas como si ocurrieran en otra época o en un universo paralelo, hasta que una nueva reforma legal prohíba la mezcla de géneros literarios con los periodísticos.

Carlos Monsiváis, en un aniversario de una casa editorial, se presentó anunciando que hablaría de un tema específico, detallándolo, pero que luego había decidido hablar de otro, también detallándolo, y finalmente de un tercero, aunque había olvidado sus apuntes; si no, diría esto y aquello sobre el asunto. Es posible que debamos recurrir a una inventiva similar para revelar las irregularidades o la ineptitud de los gobernantes en turno.

O, parafraseando la canción de Patxi Andión, iniciar el texto con un “si yo fuera…” para relatar la historia de corrupción de algún gobernador o legislador.

Lo innegable es que la censura ya ha llegado, y más nos vale empezar a reflexionar sobre cómo abordaremos los temas que incomodan a los poderosos, sí, a esos mismos que aseguran respetar la libertad de expresión, siempre y cuando no los exhiba.