Un estimado amigo, diré su nombre: don Jaime Salvador González García, un reconocido jurista, me hizo notar algo: Las mujeres que están privadas de su libertad por ser acusadas de algún delito, a la tragedia de sufrir los horrores de una prisión, se suma el castigo del abandono, la soledad y el olvido de parte de sus esposos, parejas o hijos varones.
También mi hizo notar que, en cambio, las prisiones en donde están recluidos los hombres están abarrotadas de esposas, madres e hijas que visitan y procuran a sus esposos, hijos o padres privados de su libertad.
Ese es un hecho y, por serlo, es real, pero inadmisible; acreditable por los datos; censurable, pero no susceptible de ser regulado y, mucho menos, castigado por las leyes.
Debo confesarlo, a pesar de mi edad, de mi experiencia como jurista y de que al parecer es obvio, desconocía esa circunstancia. Me dije: no puede ser. Bien dice el dicho: santo que no es visto no es adorado. Cuando una mujer pierde presencia en el hogar, también desaparece del universo de los parientes: esposos, hijos y amigos. Como en todo, reconozco: habrá excepciones.
Aunque sea difícil admitirlo y hacerlo sin censura: al parecer la solidaridad y el compañerismo desaparecen cuando una mujer entra en prisión: al ingresar en ella muere para su esposo, hijos y padre. Se convierte en un algo fungible que a la corta o a la larga es substituida o, lo que es peor: olvidada.
En las prisiones de mujeres hay niños y existen escuelas a las que asisten los hijos de las reclusas. La Ley y las instituciones públicas parten del supuesto de que los hijos menores deben estar junto a sus madres, aun cuando ellas se hallen en prisión. No sé si existan reclusos que conserven consigo a sus hijos; si existan escuelas dentro de los centros penitenciarios donde ellos se encuentran y de que, como padres, auxilien a sus hijos, vean por ellos y los auxilien en la elaboración de sus tereas. Insisto: lo ignoro, pero se me haría bastante raro que sucediera.
En esta materia, como en muchas otras, las leyes tienen límites: uno, son incapaces de hacer surgir los sentimientos de solidaridad; no pueden obligar a los hombres a mostrar su comprensión hacia las mujeres cuando ellas se hallan en prisión o en situaciones de abandono. Las leyes no dan para tanto
Como en todo lo relacionado con los seres humanos, respecto de la soledad en las prisiones pudiera haber excepciones. Ojalá y las haya: esposos, hijos o padres que visiten a sus parientas mujeres que están privadas de su libertad.
MI amigo don Jaime Salvador González García, se enteró de lo anterior, y de muchas cosas más, ahora que anduvo en campaña para ser ministro de la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación. A pesar de que todo apuntaba en el sentido de que el proceso iba a ser una elección de Estado, por lo mismo: sucia y parcial, él confió en la promesa del gobierno en el sentido de que habría piso parejo, que los dados no estarían cargados y de que todos contenderían en igualdad de condiciones.
Le echó todas las ganas. Abandonó sus intereses particulares en su intento de servir los públicos; descuidó a su familia, por tratar de servir a los más. Por órdenes de una voluntad suprema no apareció en los famosos acordeones. Pasó lo que tenía que pasar: fracasó en su intento de llegar al alto tribunal y de contribuir a cambiar el estado de cosas existentes.
Se llevó una gran decepción. En este mundo todas las experiencias sirven. Es verdad lo que aconsejan los que saben: los fracasos enseñan más que los triunfos. Este es un ejemplo palpable. Estoy cierto de que mi amigo se convertirá en uno más de los que no creen en las palabras de los morenistas, ni en la de quien, por culpa de ellos, está en la presidencia de la República y de aquel que, por sus malas mañas, está tras el trono.
Respetuoso de las decisiones personales de mis amigos, me limité a desearle suerte y decirle que yo, por no creer en el gobierno ni en Morena, no lo haría ni aconsejaría intentarlo.
La farsa de la elección, viéndola bien, fue una tragicomedia en un acto: comenzó y concluyó con una decisión presidencial, la del saliente, la del que ahora vive en Palenque, Chiapas: quiero ministros, magistrados y jueces sumisos, como lo era Arturo Zaldívar, si los hay otra clase, deben desaparecer; a la calle los que están en ejercicio y que vengan otros que muestren docilidad y compromiso con mi Cuarta Transformación. Para el caso no importa que no sepan derecho.
Únicamente le faltó decir: quiero a alguien que aparente ser indio para que presida la Suprema Corte. Esto lo operó en otro momento y de otra manera: en las supuestas elecciones y con famosos los acordeones.
No hay indios bigotones; el hecho de que el futuro presidente el Alto tribunal hable zapoteco no es indicativo de que sea indio; si es de raza indígena debemos reconocer que es un indio ladino; también locuaz y zalamero. Muchos mestizos hablan lenguas nativas.
A lo hecho pecho, los tribunales, como contrapeso a una voluntad omnímoda, han desaparecido; el control de la constitucionalidad y, por lo mismo, de la legalidad, ya no existe Nos espera una un gobierno despótico, sin límites y arbitrario. Tendremos que aceptar el mantra de que pueblo, que es sabio, fue quien quitó y dio; que no hay nada contra lo que él disponga y que nos los hace saber por conducto de los únicos y oficiales intérpretes de su voluntad: AMLO, el gobierno morenista y sus cómplices. Ellos son los que saben lo que el pueblo quiere; gobiernan para él y viven para él.

