El crimen fue perfecto. El cadáver, institucional. Los culpables, de toga y sueldo vitalicio. La Suprema Corte no fue derrotada. Se suicidó. Pudo haber sido un muro de contención sensato, un árbitro incómodo, un actor de poder con visión histórica. Pero eligió el peor camino: el del ego, el del protagonismo, el de la ceguera voluntaria.
Durante años, los ministros se alinearon sin pudor con la oposición —PRI, PAN, PRD— validando casi cada acción de inconstitucionalidad como si fueran asesores jurídicos de bancada. No moderaron nada. No negociaron. No supieron leer el momento político. Se atrincheraron detrás de la técnica jurídica como quien esconde su cobardía en el artículo 14 constitucional, desde ahí, dispararon a matar.
¿Qué mataron? El equilibrio. La posibilidad de acuerdos. El justo medio que mantiene vivas las democracias. El propio Poder Judicial.
Este órgano no tenía que arrodillarse ante el Ejecutivo. Pero tenía el deber —histórico, político, institucional— de encontrar soluciones incrementales. Sentencias imperfectas que permitieran cambios sin incendiarlo todo. Esas que irritan a todos un poco, pero que hacen posible seguir caminando, la Suprema Corte en cualquier país no es solo un tribunal constitucional de última instancia, es un órgano de control político aséptico, neutral, poderoso, pero, silente.
Pero no, eligieron el purismo suicida, eligieron creerse invulnerables. Mientras tanto, la casa se caía a pedazos: una presidenta sin liderazgo, un pleno fracturado y después un Zaldívar defenestrado.
En el epicentro de la implosión, el voto clave: el ministro que reconoció —sin pestañear— que su negativa a militarizar la Guardia Nacional fue el detonante del “Plan C”. Él mismo lo dijo. Como si no entendiera lo que hizo. Fue el primero: el primer ministro de la Corte propuesto directamente por el oficialismo en 2019. No surgió del consenso ni del equilibrio institucional, mucho menos del reparto negociado entre fuerzas.
Surgió del afecto, de las reuniones en Platón, del círculo íntimo, del despacho de confianza. Durante años fue la sombra jurídica del entonces Jefe de Gobierno, el arquitecto silencioso de su discurso, el consejero que acompañó cada desencuentro con el sistema. Presidió el tribunal capitalino mientras se tejía el nuevo proyecto nacional. Decidió olvidar que la oposición —PRI, PAN, PRD— nunca lo quiso en una terna; desconfiaban de su cercanía, de su lealtad al líder. Pero el expresidente sí confió, y confió a ciegas.
Fue su apuesta personal, su hombre, su letrado. Por eso, cuando ya instalado en la Corte se le pedía firmeza silenciosa y lealtad estratégica, eligió el otro camino. Votó con cálculo, se alineó con la ortodoxia, asumió una posición que, pretendiendo ser institucional, acabó como puñalada. No traicionó a un partido. Traicionó un vínculo, no fue un acto de técnica jurídica: fue deslealtad política, disfrazada de imparcialidad, prefirió los aplausos de la gradería y no el reconocimiento de los jugadores. Traición pura y dura.
Ese voto no salvó al país. Lo empujó hacia el abismo, ese voto no fue valentía, fue gasolina. El expresidente, que ya estaba al límite, decidió quemarlo todo. No como castigo, sino como estrategia, porque si la Corte iba a ser un actor político, entonces se le iba a tratar como tal, con todo lo que eso implica.
Hoy los casi exministros se esconden en sus oficinas mientras se cocina su reemplazo, ya hay nuevos jueces, nuevas reglas, juego nuevo. ¿Dónde están los defensores de la legalidad ahora? ¿Quién los defiende a ellos? ¿La oposición, los burócratas judiciales que fueron maltratados por años, la ciudadanía que ha puesto sus ojos en otros temas? Nadie.
Estados Unidos no dijo nada. Los mercados no temblaron. El dólar ni parpadeó. Nadie lloró su caída. Ante un posible reclamo del imperio, en la estrategia de movilización electoral en cada sala, en cada juzgado, se impulso al menos un perfil experimentado, en funciones, y uno o dos nuevos juzgadores cercanos al oficialismo, fin de la historia.
¿Héroes? Ni cerca. ¿Resistencia? Por favor.
Los todavía ministros, fueron torpes, lentos, soberbios, creyeron que decir “no” bastaba, que con eso se ganaba autoridad. Ganaron desprecio, sembraron irrelevancia, mientras tanto el país entra en una nueva etapa judicial, los “ilustres” ministros pasarán a la historia como lo que realmente fueron: un grupo de abogados con doctorado, sin política, sin calle, sin futuro, los sepultureros de su propia institución, los asesinos del Poder Judicial.
Lo peor de todo: ni siquiera lo vieron venir.
@DrThe