La elección judicial del pasado 1 de junio en México marca un parteaguas. Fue, sin duda, un experimento democrático de gran calado. Por primera vez, ministros de la Suprema Corte, magistrados y jueces federales fueron elegidos por voto popular, como parte de la reforma judicial impulsada desde el Ejecutivo. La Organización de Estados Americanos (OEA), con su informe preliminar, podrá tener su opinión. Nosotros tenemos una pregunta: ¿debería replicarse este modelo en otros países?

La respuesta honesta, en estos momentos, es: no lo sabemos. Y no es evasión. Es una respuesta sensata y prudente. La democracia, como se ha repetido hasta el cansancio, no es una varita mágica. No resuelve por sí misma los problemas estructurales del poder judicial ni garantiza automáticamente imparcialidad, independencia o eficacia. La democracia es, en esencia, un método para elegir a quienes tendrán el encargo —y el poder— de intentar resolverlos.

Es necesario subrayar que los jueces, magistrados y ministros que tomarán posesión el próximo 1 de septiembre no heredan un jardín de rosas. Al contrario, reciben un sistema judicial lleno de maleza. Con problemas estructurales que se han arrastrado durante décadas: rezago en la emisión de sentencias, sobrecarga de trabajo, falta de profesionalización de muchas fiscalías que entregan carpetas mal integradas, escasez de recursos y, en muchos casos, desconfianza ciudadana.

La elección popular no elimina, por arte de magia, esas dificultades. De hecho, puede complicarlas si no se acompaña de una profunda reforma administrativa, presupuestaria y técnica. Si no hay una estrategia para dotar de recursos suficientes a los nuevos juzgadores, si no se profesionalizan las policías de investigación, si no se despolitizan las fiscalías, los resultados no cambiarán aunque los jueces sean electos por el pueblo.

En este sentido, el modelo mexicano debe ser evaluado con seriedad y sin maniqueísmos. Ni el aplauso incondicional, ni el rechazo visceral ayudan. Los primeros resultados del nuevo Poder Judicial no se verán mañana. Tal vez, si las condiciones son adecuadas, podamos evaluar con mayor claridad hacia el final del actual sexenio. Entonces sí podremos decir si el modelo fue una decisión visionaria o un error costoso.

Por ahora, no es tiempo de recomendar su exportación a otros países. No hasta entender plenamente sus efectos. Es necesario dejarlo madurar, observar cómo se comporta en la práctica, y sobre todo, si logra lo más importante: acercar la justicia al pueblo y garantizar que sea pronta, imparcial, gratuita y eficaz.

La democracia, incluso en su versión más radical, no debe ser un fetiche. Debe ser un medio, no un fin. Y lo que está en juego aquí no es sólo un modelo electoral, sino el derecho de todos a una justicia verdadera. Esperemos que esté a la altura. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

@onelortiz