El pasado 2 de julio se cumplieron 25 años de la elección que marcó el triunfo de un partido distinto al PRI en la Presidencia de la República —o la derrota del priismo, como se prefiera—. Este hito, en teoría, marcó el inicio de la llamada transición mexicana.

Sin embargo, este aniversario ha pasado desapercibido, a excepción de algunos análisis que exploraron lo sucedido, los efectos de aquel resultado electoral y la recomposición política que generó. Pero, sobre todo, se ha puesto el foco en la situación actual, que para muchos representa una regresión.

Con el tiempo, hemos comprendido que la cacareada transición, hoy esgrimida para criticar la gestión de Morena como nuevo partido oficial, fue un proceso descuidado y poco impulsado. A diferencia de otros países, donde los acuerdos políticos trascendieron ideologías, aquí no se logró cimentar ni comunicar a una ciudadanía que a duras penas entiende el concepto.

Si el siglo pasado estuvo marcado por un largo periodo de partido hegemónico que ganaba prácticamente todas las elecciones, dejando pocas oportunidades a la oposición, el actual parece recorrer el mismo sendero. Tenemos un instituto político que se niega a reconocer a sus adversarios y que denuncia fraude cuando pierde, pero ignora sus propias prácticas ilícitas, una constante en años anteriores.

Si el siglo pasado se caracterizó por un autoritarismo ejercido desde el poder, sin miramientos, incluso con apoyo militar, hoy observamos el resurgimiento de esa voluntad para sofocar cualquier crítica. No solo se recurre a cuerpos de seguridad, sino también a leyes hechas a medida para silenciar voces incómodas.

Si el siglo pasado se criticó un presidencialismo vertical que imponía sus decisiones en cada rincón del país y ahogaba la democracia interna del partido oficial —una lucha que emprendió Cuauhtémoc Cárdenas—, hoy la voluntad de un solo hombre debe ser defendida con todos los recursos del Estado. Esto se evidencia en conferencias carentes de autocrítica para reconocer errores, pero repletas de propaganda para acallar a quienes disienten.

Si en el siglo pasado se reprochó la cerrazón para atender las propuestas de la oposición o las denuncias de errores e irregularidades, actualmente se observa una soberbia que rechaza el diálogo. Se insiste en culpar al pasado de todos los males presentes, pues el partido en el poder se muestra incapaz de reconocer que gran parte de la situación actual es producto de decisiones tomadas por muchos de sus militantes más destacados, quienes, en ese pasado que tanto condenan, formaron parte del anterior partido en el poder.

Es notable la proeza de transitar de un partido dominante a otro con las mismas características. A ello se suma la desfachatez de culpar a excompañeros de partido por los problemas actuales y de evadir responsabilidades, todo ello mientras se cosechan los aplausos de fanáticos reacios a escuchar cualquier versión ajena a sus burbujas.

 

Lo que nos dejó la transición

Un error fundamental a partir del año 2000 fue creer que un simple cambio de partido en la Presidencia enderezaría el rumbo del país. La competencia política aniquiló los pocos avances logrados, pues resultaba inaceptable reconocer los méritos de otro partido. Una situación que ahora se intenta corregir, pero quizás demasiado tarde.

Las instituciones creadas —como las de transparencia, la autonomía de ciertas entidades o el respeto al voto en la mayoría de las elecciones— perdieron relevancia una vez que fueron producto de gobiernos distintos a los que compartían objetivos, pero carecían de la generosidad para apoyarlas.

Ahora que vemos cómo todo esto ha sido desmantelado, muchos lamentan lo perdido, pero antes no reconocieron estos avances porque eran fruto de gobiernos en los que no estaban o eran impulsados por partidos a los que no pertenecían.

Lo más llamativo es que el anterior partido oficial, a pesar de las incontables esquelas que le han redactado en espera de su defunción definitiva, sigue tan campante como antes, eso sí, sin los triunfos o los padrones con millones de nombres que tanto presumía.

El partido fundado por uno de los impulsores de la transición desde 1988, tras un fraude que colmó la paciencia de millones de electores, perdió su registro en los comicios del año pasado.

La fuerza política que ganó la elección del 2000 ha caído en un tobogán que le ha hecho perder votaciones, militantes y posiciones políticas. Hoy se le percibe como un partido urgido de renovación en sus distintos frentes, pero atrapado por grupos de interés que solo velan por sus propios beneficios.

Y la aplanadora que Abel Quezada dibujaba en sus cartones del siglo XX ha cambiado el emblema electoral tricolor por uno guinda, replicando muchas de las prácticas que le otorgaron la hegemonía. A la vez, reitera la conducta de ignorar a sus opositores, señalando a los demás partidos, pero con exmilitantes de los mismos aplaudiendo cada condena.

Hace 25 años tuvimos una transición; sin embargo, quienes ganaron no supieron defenderla, quienes perdieron no mostraron generosidad y la sabotearon, y el resto la dejó morir para lamentarla ahora que ha desaparecido.