¿Cuándo será el día que Donald Trump deje de arremeter contra lo instituido por propios y extraños? Desde el 20 de enero último —cuando recibió, por segunda ocasión las llaves de la histórica Casa Blanca—, no ha habido una sola jornada en la que no se haya saltado las trancas en aras de llevar a cabo sus aviesos propósitos en lo interno como en lo externo, sin importarle los daños que sufran tanto los propios estadounidenses como los extranjeros de cualquier parte del mundo. Su teoría de gobierno es básica, como fórmula química: lo único que importa es lo que “beneficia” a EUA, de ahí su lema Make America Great Again (MAGA): “Hacer grande a Estados Unidos otra vez”, pero, sobre todo, que su clan familiar sea más rico cada día de lo que ya lo es.

De hecho, en el regreso del magnate a la presidencia se difuminó la separación entre el poder político y la avidez económica privada, ni como barrera ética ni como prohibición constitucional. Si durante mucho tiempo existió la prohibición de usar el mando para enriquecerse, ahora en el segundo mandato de Trump —algo que inició en su primer periodo— lo que priva es el tráfico de influencias, contratos, criptomonedas y favores. La familia Trump es el centro de todo, que trocó la otrora respetable presidencia estadounidense “no solo en un ejercicio de poder político absoluto —o casi—, sino en una maquinaria de ingresos económicos privados de dimensiones globales”, Max Aub dixit.

El escándalo empezó en su primera administración, y en los “seis meses que lleva de la segunda, se ha generado una estructura sistemática de autoenriquecimiento. Los símbolos del gobierno federal estadounidense desde el escudo presidencial hasta el aura del despacho Oval, han sido licenciados, subastados, empaquetados en forma de criptomonedas, fundaciones, consultoras privadas y cenas de recaudación selectiva. Nada queda al margen; ni la familia, ni los socios, ni la propia narrativa de país”.

La ansia por la riqueza lleva a Trump a niveles casi increíbles. Puso a la venta un perfume, con el ridículo nombre de Fight, Fight, Fight (Luchar, Luchar, Luchar), recordando la herida que sufrió en la oreja derecha por un balazo que le disparó el joven Thomas Mathew Crooks, de 20 años de edad, durante un mitin al aire libre en Butler, Pennsylvania, en la tarde del 13 de julio de 2024. Por cierto, la bala le rozó la oreja, bañándolo en sangre, lo que le dio dramatismo al alicaído cándido republicano, lo que le permitió cambiar la narrativa de su campaña. Desde el frustrado atentado, Trump sostuvo que “había salvado la vida, porque era el elegido de Dios para cambiar la suerte de EUA”.  El frasco del perfume reproduce la foto del entones candidato levantando el puño derecho después del atentado. Mercadotecnia a lo Trump; el marketing del que tanto presume y lo único que le importa en la vida. Y, para que nada falte en esta promoción, tanto en el canto de la botella como en el frente, se reproduce la consabida firma del magnate, la rúbrica que ha condenado a tantos indocumentados a ser expulsados, de forma humillante, de la Unión Americana. El ego de Trump en su apogeo. El magnate supera a los personajes de la farándula, que en aras de la fama y el dinero son capaces de vender perfumes, ropa íntima, zapatos, bolsas, corbatas, etcétera. Y no comercian el alma porque no se puede. Si no.

Apenas han transcurrido seis meses del segundo cuatrienio del presidente Trump, y ya es larga la lista de desencuentros que ha sostenido con los medios de comunicación impresos, electrónicos y hasta con los carteles de publicidad en las calles. En el colmo de la desfachatez, el empresario neoyorquino presume de que ha ganado la mayoría de sus demandas contra los periodistas que le critican. La verdad es que a Trump solo le gusta “la prensa a modo”, tal y como está sucediendo en México con el régimen de la 4T. En ese renglón, como se parecen el mandatario republicano estadounidense y los morenistas discípulos del ex presidente tabasqueño y los comunicadores devotos de las “mañaneras” a la manera de la primera mujer presidenta mexicana. Meras coincidencias.

Por ejemplo, Donald Trump logró una tonante victoria sobre Paramount (matriz de CBS News), cuando ésta acordó pagarle 16 millones de dólares que serían “donados” a su biblioteca presidencial, para ponerle punto final a la demanda que presentó el mandatario por haber editado una entrevista de la entonces vicepresidenta y abanderada presidencial demócrata Kamala Harris que se transmitió en el famoso programa 60 Minutes.

Tras el caso de Paramount, el abogado Bob Corn-Revere, de la Fundación para los Derechos Individuales y la Expresión, declaró al periódico británico The Guardian: “Paramount pudo haber cerrado la querella, pero abrió la puerta a la idea de que el gobierno debe ser el redactor jefe de los medios de comunicación”. Y el conocido senador demócrata, crítico permanente del magnate, Bernard Sanders, mejor conocido como Bernie Sanders, lamentó que Trump “está socavando nuestra democracia y nos está llevando rápidamente hacia el autoritarismo, y los multimillonarios que se preocupan más por sus carteras de acciones que por nuestra democracia le están ayudando a hacerlo”.

En diciembre de 2024, el hombre naranja ganó otra disputa porque la cadena ABC News decidió engrosarle su cuenta de cheques con 15 millones de dólares y finalizar la acusación por las declaraciones de George Robert Stephanopoulos el presentador estrella y ex Consejero Superior del Presidente Bil Clinton, sobre la agresión sexual (violación) del magnate a la escritora de la revista Elle, Elizabeth Jean Carroll. Además, ABC pagó a Trump un millón de dólares más por “gastos legales”.

Los “triunfos” del presidente republicano no solo los ha obtenido por demandas y contrademandas. En el mes de junio pasado, una Corte de Apelaciones permitió al magnate prohibir que la agencia Associated Press (AP) cumpliera con su misión informativa al no poder mantener a su reportero en los eventos de la Casa Blanca. La prohibición a la AP no fue por algo realmente trascendental sino porque la agencia se negó a referirse al Golfo de México como “Golfo de América”, tal y como se le ocurrió a Trump rebautizarlo. O, mejor dicho, por un capricho del magnate. Así de claro.

La lucha entre la Presidencia de EUA y los medios de comunicación es evidente. Ya están enfrascados en un combate que dejará muchas víctimas. A la larga, debe triunfar la libertad de prensa y de expresión. De otra suerte, EUA dejaría de ser considerado como el faro marítimo que alumbra el camino correcto. Tal y como advierte la organización Reporteros Sin Fronteras (RSF): “Seis meses después del inicio del segundo mandato del presidente de EUA, Donald Trump, su administración se ha vuelto cada vez más hostil hacia la prensa, imitando e inspirando a regímenes autoritarios y casi autoritarios de todo el mundo”.

Agrega RSF: “Trump se ha convertido en una figura clave de un movimiento mundial contra el periodismo que ha contribuido a un reciente declive de la libertad de prensa en todo el mundo, y que actualmente está en plena exhibición en EUA”.

De acuerdo a los reporteros que cubren la fuente de la Casa Blanca, el ambiente que priva en la residencia presidencial y a bordo del legendario avión presidencial Air Force One —que en realidad es cualquier aeronave en la que viaje el mandatario estadounidense mientas ostente el cargo—, es casi irrespirable. Se advierte la tensión y la tremenda presión del Ejecutivo y sus encargados de la comunicación.

Las conferencias dirigidas por la secretaria de Prensa, Karoline Clare Leavitt—de apenas 27 años de edad, siendo la más joven que haya ocupado el cargo en la historia de EUA—, con los principales medios del mundo, no solo de la Unión Americana, se han transformado radicalmente, lo mismo que las sesiones del Ejecutivo con los periodistas durante sus lagos viajes por el mundo y a lo largo y ancho del país. Ahora, cuentan muchos reporteros, dichas conferencias están llenas de influencers —cada día tienen más aceptación en las redes sociales—, simpatizantes del gobierno que elogian cada palabra, cada decisión del jefe de la Casa Blanca, sin cuestionar recortes, presupuestos, órdenes ejecutivas, medidas a favor de las criptomonedas, etcétera, etcétera, etcétera.

Es más, en las conferencias la joven Leavitt ha demostrado su falta de respeto por los periodistas y su trabajo al grado que no se recata en callar a los reporteros o en calificar como “estúpidas” sus preguntas, sin que la experiencia de muchos de los profesionales de la comunicación la hagan recapacitar en sus observaciones. Con frecuencia denuncia, sin más pruebas que su dicho, las demandas periodísticas las califica como fake news (noticias falsas), y exige rectificaciones.

A las demandas y censuras presidenciales se agrega ahora la autocensura. No es fácil distinguir entre una y otra. Cualquiera es inaceptable. Periódicos estadounidenses de larga y respetable trayectoria, como The Washington Post —cuyo propietario es Jeffrey Preston Bezos, así como de la empresa de venta en línea Amazon—, o Los Angeles Times decidieron no publicar, notas que molestaran a Trump, conscientes de los riesgos que representaría hacerlo.

Así las cosas, no sorprende que las secciones de opinión de esos y otros diarios que otrora se leían por sus críticas a Trump ahora se inclinan más hacia el presidente. Y los escritores críticos presentaron sus respectivas renuncias. Por razonamientos semejantes se han dado el desmantelamiento de medios independientes, como National Public Radio (NPS), o Public Broadcast Service (PBS).

Conforme pasan los días, Trump parece afianzar su poder. El gabinete, con sus asesores más cercanos, aprovecha cualquier resquicio en las leyes para imponer los criterios del empresario y las “nuevas ideas” en la gobernanza del país. Cuando la época de Trump finalice, tarde o temprano así sucederá, los historiadores podrán desvelar los nombres de los responsables de los cambios y la planeación de las “órdenes ejecutivas”. El aspirante a autócrata no actúa solo; muchos “consejeros”, —en italiano consiglieri se entiende mejor el concepto—, son los que influyen en la forma de gobierno que pretende el casi octogenario neoyorquino que empieza a sufrir las consecuencias de sus malos hábitos alimenticios, que minan un organismo habituado a la molicie y al poco ejercicio físico. El que a hierro mata, a hierro muere.

Entretanto Trump sigue su ruta destructiva implantando aranceles tras aranceles a todas las economias del mundo (que por cierto cada día menos lo toman en serio, aunque esta actitud no es la más recomendable frente a un vitriólico personaje como lo es el magnate), y demandando a los medios que lo critican. Además, retira a EUA de organismos tan especiales como la UNESCO o trata de presionar a otros mandatarios como Putin, Zelensky, Netanyahu, Lula da Silva y hasta un Pedro Sánchez, que se rebelan a su pretendido” liderazgo mundial”, que más de uno ya pone en duda.

El viernes 18 de julio, Trump demandó al periódico The Wall Street Journal y al magnate de los medios, Rupert Murdoch, junto con los periodistas Robert Thomson, Khadeeja Safdary y a Joseph Palazzolo, un día después de que el diario publicara un reportaje sobre vínculos con el difunto financiero Jeffrey Epstein. El rotativo describe una carta de contenido sexualmente sugestivo en la que se mencionaba a Trump, que negó haber escrito la carta y calificó la historia de “falsa, maliciosa, difamatoria”. La demanda se presentó en un tribunal federal en Miami, Florida, y pide al menos 10 mil millones de dólares por daños y perjuicios. A la manera del magnate.

Por todo lo anterior, Robert (Bob) James Thompson, profesor titular de la Universidad de Syracuse, y director del Centro Bleir para la TV y la cultura Popular, declaró al periódico británico The Guardián: “Hace una generación, esto habría parecido una historia escandalosa en los anales del periodismo”, pero ahora es la normalidad de la era Trump” Y. O como dijo Bernie Sanders, una era “oscura para el periodismo independiente y la libertad de prensa”. Vale.