En la historia política del siglo XX latinoamericano, pocas relaciones fueron tan estratégicas como la que existió entre el gobierno de México —del PRI— y el régimen revolucionario de Fidel Castro en Cuba. Una relación tejida en la discreción, sellada por la simpatía ideológica, pero siempre cuidadosa de las formas ante los ojos de Washington.

Fue en una casa de la colonia Tabacalera, donde se conocieron Fidel Castro y Ernesto “Che” Guevara. Desde ahí, en complicidad con redes políticas y sociales cercanas al nacionalismo revolucionario mexicano, comenzaron los preparativos para emprender lo que parecía una empresa quijotesca: regresar a Cuba, derrocar a Batista y construir una nueva nación.

La preparación incluyó entrenamiento militar en un rancho en Chalco, Estado de México; adquisición de armas y la famosa compra del Granma, desde donde partirían a hacer historia. Pero antes, la policía secreta mexicana detuvo a los rebeldes. Y fue entonces que apareció la figura de Lázaro Cárdenas para interceder y asegurar la liberación de Fidel y sus compañeros.

El gobierno mexicano, por razones diplomáticas obvias, jamás declaró su respaldo abierto a la revolución cubana. Pero lo cierto es que permitió su gestación en suelo nacional. Más aún: facilitó las condiciones para su despliegue. El PRI no sólo fue cómplice pasivo, sino promotor activo de una red de simpatía política que incluyó intelectuales, militares retirados, periodistas y activistas.

Desde entonces, y a pesar del conflicto ideológico que el castrismo representaba para las élites del continente, México mantuvo una relación estrecha con Cuba. Fue el único país de América Latina que no rompió relaciones diplomáticas tras el triunfo de la revolución. Fue también quien votó reiteradamente contra el embargo económico impuesto por Estados Unidos.

El entendimiento era claro: La Habana no respaldaría movimientos armados en México —como sí lo hizo en otros países— y el PRI, en reciprocidad, mantendría una política de apoyo diplomático y logístico al régimen cubano. Fue una especie de respeto entre dos proyectos distintos, pero hermanados en una historia de resistencia latinoamericana.

Durante los sexenios de Luis Echeverría y Carlos Salinas de Gortari, la relación se intensificó. El primero buscó posicionarse como líder del Tercer Mundo y amigo de los regímenes revolucionarios; el segundo encontró en Cuba un refugio simbólico —y quizás logístico— cuando su figura política cayó en desgracia.

Todo esto cobra vigencia ante la polémica desatada por la alcaldesa de Cuauhtémoc, Alessandra Rojo de la Vega, postulada por el PRI, quien ordenó retirar las estatuas de Fidel y el Che del jardín de la Tabacalera. Lo hizo sin consultar, sin contexto y con evidente afán de protagonismo.

Ni la dirigencia del PRI ni sus legisladores han emitido una sola palabra al respecto. Guardan silencio. Tal vez porque saben —aunque no lo digan— que fue precisamente su partido el que abrió las puertas de México al movimiento que cambiaría la historia de América Latina. Un movimiento que, para bien o para mal, encontró en el PRI un aliado inesperado. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

@onelortiz