Por Ireri Elizabeth García Ramos

 

A más de una década de la entrada en vigor de la Ley Federal para la Prevención e Identificación de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita, promulgada en julio de 2013, el Congreso de la Unión se encuentra en la antesala de aprobar una profunda reforma. Esta no solo actualiza el marco legal, sino que plantea un rediseño integral para enfrentar con mayor eficacia los retos del lavado de dinero y el financiamiento al terrorismo. Sin embargo, en el entusiasmo por satisfacer compromisos internacionales, podrían estarse descuidando garantías fundamentales en el plano nacional.

Las reformas no surgen de la nada. Desde 2019, con la iniciativa del senador Ricardo Monreal, el Congreso ha trabajado en una propuesta que hoy, bajo la autoría del senador Javier Corral, cobra fuerza impulsada por un motivo clave: México será evaluado este año por el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI). No cumplir con las recomendaciones de este organismo podría costar al país su inclusión en listas restrictivas que comprometan inversión, estabilidad financiera y relaciones internacionales.

Desde esta perspectiva, la urgencia legislativa es comprensible. No obstante, vale la pena preguntarse si en el afán por alinear la legislación con estándares globales, no estamos adoptando mecanismos que, aunque funcionales en teoría, resultan ineficaces o peligrosos en el contexto mexicano.

La ley vigente, pese a su ambicioso objetivo de proteger el sistema financiero y la economía nacional, ha mostrado resultados limitados. A más de diez años, no hay evidencia pública de que los reportes de operaciones sospechosas hayan derivado en investigaciones sólidas por parte de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF). Esto obliga a una reflexión crítica: ¿realmente las nuevas herramientas permitirán a la UIF detectar las operaciones del crimen organizado de forma efectiva?

El nuevo marco normativo incorpora medidas que, sin duda, apuntan a fortalecer los controles. Entre ellas destacan la inclusión explícita del financiamiento al terrorismo, la redefinición del concepto de “beneficiario controlador” para cerrar puertas a los prestanombres, y la ampliación de actividades vulnerables que ahora incluyen fideicomisos, desarrollos inmobiliarios y activos virtuales. También se formaliza la noción de Personas Políticamente Expuestas (PEP) y se crea un registro oficial para monitorearlas. El nuevo estándar en torno al beneficiario final exige una mirada más profunda sobre la estructura real de control en personas morales. Ahora, se considera que una persona ejerce control no solo si posee la mayoría, sino incluso si detenta una cuarta parte del capital social o la capacidad de imponer decisiones estratégicas. Este ajuste, más que una simple reducción porcentual, representa un giro hacia la trazabilidad efectiva del poder económico detrás de las operaciones, obligando a identificar a quienes, mediante mecanismos legales o contractuales, dirigen o influyen sustancialmente en las decisiones de la entidad.

Asimismo, se establece la obligación de implementar un enfoque basado en riesgos, lo que permitirá a los sujetos obligados adecuar sus medidas según el nivel de exposición. En teoría, esto supone una regulación más eficiente. En la práctica, dependerá de la claridad de las reglas generales y de la capacidad de las entidades para cumplirlas sin incurrir en excesivos costos administrativos. La autoevaluación del riesgo, auditorías anuales y la elaboración de un manual interno de prevención se convierten en elementos esenciales del cumplimiento.

Un punto especialmente relevante es el fortalecimiento de la UIF. Con la reforma, esta unidad no solo podrá recabar información de otras dependencias sin necesidad de autorización judicial, sino que será reconocida como víctima en los procesos penales por operaciones con recursos de procedencia ilícita. También se amplía la responsabilidad penal de las personas jurídicas y se facilita la imposición de sanciones incluso sin dolo específico en la presentación de informes. Esta eliminación del requisito de dolo preocupa a juristas por su impacto potencial en garantías del debido proceso.

No faltan voces críticas. Diversos sectores de la oposición han advertido sobre el riesgo de convertir a la UIF en una especie de “superagencia” con atribuciones extralegales. La falta de controles jurisdiccionales, el acceso directo a información financiera y la colaboración con cuerpos militares como la Guardia Nacional podrían vulnerar derechos fundamentales, en particular el derecho a la privacidad y el debido proceso. También se han cuestionado los mecanismos de verificación que permiten requerir documentación de asociaciones civiles, colegios de profesionistas y partidos políticos, ampliando el universo de supervisión más allá del sector financiero.

Además, el dictamen incorpora elementos de vigilancia que podrían ser considerados excesivos. Las nuevas obligaciones para notarios, corredores públicos, fideicomisos y asociaciones sin fines de lucro contemplan reportes detallados incluso sobre operaciones no concretadas. Esto, si bien permite un seguimiento más granular, también abre la puerta a una burocracia sofocante e incluso a la autocensura de actores legítimos ante el temor de ser etiquetados como sospechosos.

Otro eje de la reforma es la automatización del cumplimiento. Entre los retos más ambiciosos de la reforma destaca la exigencia de sistemas inteligentes de detección, capaces de monitorear continuamente las operaciones financieras de cada cliente, contrastándolas con un perfil previamente construido. Este enfoque busca facilitar alertas tempranas sobre movimientos atípicos o inconsistencias que podrían implicar riesgo, pero también exige infraestructura robusta y recursos especializados que no todas las entidades poseen, lo cual podría generar una brecha de cumplimiento entre grandes corporativos y actores más modestos. Aunque esta medida puede resultar útil en bancos o grandes corporativos, resulta inviable para pequeñas empresas o profesionistas que, sin contar con la infraestructura tecnológica adecuada, quedarían expuestos a sanciones injustas. La regulación propone también sistemas de seguimiento intensificado para clientes considerados de alto riesgo o PEP, lo que exige infraestructura sofisticada que no todos los sujetos obligados pueden costear.

A esto se suman nuevas facultades para la Secretaría de Hacienda, que podrá coordinarse con la Guardia Nacional, establecer reglas específicas para países de riesgo, y emitir lineamientos sobre auditorías y capacitación obligatoria. En paralelo, se incorporan medidas de protección para los oficiales de cumplimiento, lo cual es positivo dada su exposición a amenazas, pero no resuelve el problema de fondo: la ausencia de una cultura de legalidad que sustente el sistema desde sus cimientos. El representante encargado de cumplimiento se convierte en figura clave: debe tener poder general de administración y formación constante para estar a la altura de las nuevas exigencias legales.

En conclusión, el nuevo marco normativo de la ley antilavado representa un esfuerzo loable por fortalecer las capacidades del Estado mexicano frente al crimen financiero global. Sin embargo, su éxito dependerá menos de la letra de la ley que de su implementación prudente, proporcional y con pleno respeto a los derechos humanos. Cumplir con el GAFI es importante, pero lo es más garantizar que la lucha contra el lavado de dinero no termine convirtiéndose en un mecanismo de vigilancia masiva o criminalización anticipada.

México debe encontrar un equilibrio: uno que permita enfrentar con firmeza a quienes realmente usan el sistema financiero para lavar dinero o financiar el terrorismo, pero que proteja al mismo tiempo la seguridad jurídica de quienes operan dentro de la legalidad. Solo así se logrará una legislación eficaz, legítima y verdaderamente transformadora.