La reforma electoral de 2025 no es un rumor, es una certeza. Aunque aún no se ha presentado un proyecto formal en el Congreso, los ejes fundamentales ya fueron trazados: recorte presupuestal, desaparición de plurinominales, revisión del INE y eventual reestructuración del sistema de representación. El nuevo oficialismo tiene los votos. Y también el tiempo.
La ventana legislativa arranca en septiembre. Si todo se aprueba antes de que termine el año, la reforma podría implementarse desde enero de 2026. Justo a tiempo: en abril concluye el periodo de tres consejeros electorales del INE. Si se modifica el mecanismo de designación —como se ha insinuado al proponer que los nuevos consejeros se elijan por voto popular— podrían renovarse no solo los nombres, sino la lógica misma del órgano electoral.
La propuesta no es nueva. Ya había sido impulsada en 2022 por el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador. En esa ocasión no prosperó por falta de mayoría calificada. Hoy, sin embargo, el escenario político es otro. La nueva mayoría legislativa tiene los votos para modificar la arquitectura electoral del país. Hay señales de que lo hará.
Uno de los puntos más discutidos es el intento de eliminar las listas plurinominales. Se ha argumentado que no representan a la ciudadanía y que solo reproducen cuotas partidistas. Pero la discusión está lejos de ser inocua. La gran incógnita es si los partidos aliados del oficialismo —en especial el Partido Verde Ecologista y el Partido del Trabajo— votarían por la desaparición de un mecanismo que ha sido su única vía real de representación en el Congreso. ¿Estarían dispuestos a aceptar su irrelevancia parlamentaria a cambio de sostener una mayoría coyuntural?
Más aún: no está claro qué modelo sustituiría al sistema actual. Una posibilidad sería adoptar el modelo electoral del Estado de México, donde se combinan tres vías de acceso al Congreso: mayoría relativa, primera minoría y representación proporcional.
Es un esquema que permite a una fuerza dominante garantizar el control del Congreso, mientras que los aliados minoritarios acceden a espacios sin necesidad de ganar votos suficientes por sí mismos. Un sistema de “repechaje legislativo” que, trasladado a escala nacional, podría alterar de forma irreversible el equilibrio partidista. Morena sería primera fuerza; PT y PVEM se turnarían las primeras minorías; el resto quedaría excluido por diseño. Ni el PRI, ni el PAN, ni Movimiento Ciudadano podrían sostener su presencia bajo esas reglas. Su representación no dependería del voto, sino del modelo.
El caso de los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLEs) es igualmente incierto. Algunos actores han sugerido su eliminación, sin aclarar quién asumiría entonces la organización de los comicios locales. ¿Las juntas locales del nuevo INE, o del eventual Instituto Nacional de Elecciones y Consultas? ¿Se centralizaría la función electoral en un país que se define como federalista?
La posible transformación del INE en otro organismo con nueva denominación tampoco es un detalle menor. Un cambio de nombre implica necesariamente un cambio de diseño. Con ello podría venir también una reducción en el número de consejeros electorales: de once a nueve. Una estructura más pequeña, más vertical, menos problemática y con menos tentación de llevar a la república a una crisis constitucional como hemos visto.
El otro gran frente de la reforma es el financiamiento público a los partidos políticos, se anticipa una reducción del gasto, pero no se ha explicado si se mantendrá la fórmula vigente de distribución, proporcional a la votación válida emitida. Si esa fórmula cambia, las consecuencias pueden ser profundas. Hoy, los partidos pequeños reciben financiamiento y tiempos de radio y televisión muy por encima de su fuerza real. ¿Seguirán recibiendo esos privilegios o serán sacrificados en aras de una austeridad que, en el fondo, es funcional a las mayorías y esperada por el pueblo?
Tampoco se ha aclarado si la asignación de espacios legislativos en medios seguirá bajo criterios equitativos o si se orientará hacia un sistema cerrado, como el español, en el que las listas nacionales concentran la fuerza de los partidos dominantes. Una reforma así reduciría la diversidad política en la arena pública, y con ello, el pluralismo que da sentido al sistema democrático.
Pocos partidos —fuera del oficialismo— tendrían razones para apoyar una transformación que podría terminar por borrarlos del mapa. La pregunta es si tendrán la claridad y la voluntad de resistir. Porque lo que se avecina no es una reforma técnica, sino un rediseño profundo del poder.
El verdadero golpe no vendría por la pérdida del registro —eso ocurriría solo si no alcanzan el tres por ciento de la votación—, sino por el diseño mismo del nuevo sistema de representación. En el escenario que se vislumbra, incluso partidos que logren sobrevivir legalmente quedarían convertidos en entidades testimoniales sin representación parlamentaria alguna. Serían partidos vivos en papel, pero muertos en el Congreso. Movimiento Ciudadano, que logró arrinconar a Morena y a sus aliados en estados clave como Veracruz y Durango, sería severamente debilitado, no por su falta de votos, sino por la lógica de asignación de escaños. Si se adopta un modelo de mayoría relativa reforzada con primera minoría —como el mexiquense—, MC podría ganar un porcentaje importante de sufragios y no obtener ni una sola curul. Lo mismo aplicaría al PRI, al PAN y al PRD: estructuras con presencia territorial dispareja, sin capacidad real de competir en mayoría, pero aún relevantes como minorías. En un modelo de “repechaje legislativo”, como el que hoy beneficia al oficialismo en el Estado de México, todos ellos serían sustituidos en automático por el PT y el PVEM.
Pero el problema es que, a nivel nacional, esos mismos partidos aliados no tienen la fuerza que muestran en el centro del país. Si la regla cambia, los grandes sacrificados serían precisamente el PT y el PVEM, porque ya no bastarían los acuerdos de coalición para garantizarles representación proporcional. Fuera de las listas plurinominales, sus posibilidades reales de sobrevivencia parlamentaria son nulas. Serían borrados del mapa legislativo junto con el PRI y el PAN, que, al no ganar mayorías ni primeras minorías, simplemente desaparecerían del Congreso sin desaparecer del padrón nacional. Una paradoja peligrosa: partidos vivos sin voz, sin curules, sin influencia. Un pluripartidismo sin pluralismo. El espejismo de una democracia donde solo uno gana, y los demás están obligados a fingir que compiten.
No se trata solo de votar nuevos consejeros o cambiar los nombres en las boletas. Se trata de algo más serio: redefinir quién puede competir, quién puede fiscalizar y quién puede sobrevivir políticamente en un nuevo régimen que se presenta como democrático, pero que podría terminar siendo asimétrico e irreversible.
Jesús Reyes Heroles creyó que al abrir la puerta a la representación plurinominal estaba civilizando al régimen; lo que hizo fue ponerle fecha de caducidad al PRI. Con la ilusión de modernizar un sistema autoritario sin desmontarlo, regaló curules a la oposición pensando que serían decorativas, no detonantes. Pero la historia no premia la ingenuidad. Aquellas sillas plurinominales se convirtieron en trincheras: desde ahí el PAN empezó a construir su legitimidad, el PRD consolidó su narrativa de resistencia y, décadas después, Morena terminó de enterrar al viejo régimen desde la misma lógica proporcional que lo había sostenido. Reyes Heroles no abrió la democracia: abrió la caja de Pandora, y de ella salieron todos los demonios que el PRI ya no pudo controlar.
Hoy, medio siglo después, el péndulo regresa con furia. Lo que Reyes Heroles abrió en nombre de la modernización, el nuevo régimen lo cerrará en nombre de la eficacia. Nadie lo podrá detener, porque la oposición no solo carece de fuerza: carece de ideas, de coraje y de propósito. El PRI ya no tiene alma, el PAN ya no tiene patria, el PRD murió y Movimiento Ciudadano, por más joven que se pinte, no tiene el peso político para detener lo que viene.
El partido dominante, en cambio, ha entendido lo que los demás olvidaron: el poder se toma para ejercerlo, no para compartirlo. Esta reforma no es un exceso: es la culminación de una estrategia. Si en el camino caen el PT, el Verde y cualquier otro aliado menor, no será un error, será el precio de la limpieza. Un Congreso dominado, sí, pero también más transparente en su correlación real de fuerzas.
Lo que viene no es el fin de la democracia. Es el fin del simulacro. La última estocada a una oposición que no supo defender su lugar en la historia, y que ahora ni siquiera sabrá cuándo fue expulsada del tablero.
Morena no está destruyendo al sistema. Está construyendo el suyo…
@DrThe