La “guerra contra el narcotráfico” se inició oficialmente en junio de 1971, cuando el presidente Richard Nixon declaró a las drogas como el “enemigo público número uno” de Estados Unidos. La estrategia inicial abarcó tanto el combate al consumo interno como la persecución internacional de productores y traficantes. Para ello, se impulsó la creación de la Drug Enforcement Administration (DEA) en 1973, lo que marcó el inicio de una política orientada a reducir la oferta y la demanda de sustancias ilícitas a nivel nacional e internacional.

Bajo estas premisas, se buscó la reducción del consumo y la oferta, con un doble enfoque: tratar a los consumidores y erradicar la producción y el tráfico transnacional. Esto implicó la cooperación con otros países mediante acuerdos, asistencia financiera y militar para combatir la producción en origen, así como la militarización y el fortalecimiento de las fronteras, y acciones policiales. Se promovió así un enfoque de seguridad nacional, asignando recursos militares y tecnológicos significativos. Esta política permitió a Estados Unidos un incremento en las capturas e incautaciones, logrando importantes decomisos, la detención de numerosos capos y el desmantelamiento de grandes organizaciones.

 

Grandes recursos, escasos resultados

A pesar de los cuantiosos recursos invertidos y las presiones ejercidas sobre los países considerados productores de drogas, la “guerra” no ha logrado erradicar el narcotráfico ni reducir sustancialmente el consumo en Estados Unidos. Los cárteles han demostrado una gran capacidad de adaptación, modificando sus operaciones y rutas. El impacto social y humano en América Latina ha sido severo, con altos niveles de violencia y violaciones a los derechos humanos. Además, los logros en la reducción de cultivos suelen ser temporales y provocan un simple desplazamiento geográfico de la producción.

No obstante, estos cuestionables resultados, Estados Unidos persiste en su estrategia bélica contra el narcotráfico, explorando nuevas vías para desmantelar a los cárteles bajo la premisa de que, si se elimina la producción, el consumo —y el problema de salud pública que conlleva— desaparecerá.

Uno de los caminos recientes explorados es la utilización de narcotraficantes como testigos protegidos. El Programa de Seguridad de Testigos (WITSEC), vigente desde 1971 y administrado por el Servicio de Alguaciles Federales (U.S. Marshals), ha protegido a más de 19,000 testigos y familiares hasta 2024. Cabe señalar que esta cifra incluye a testigos de diversos delitos, no exclusivamente de narcotráfico.

La realidad demuestra que es común que antiguos narcotraficantes se conviertan en testigos protegidos o colaboradores en busca de reducciones en sus condenas, beneficios judiciales o protección para ellos y sus familias. Algunos nombres conocidos de narcotraficantes mexicanos que han fungido como testigos protegidos incluyen a Vicente Zambada Niebla, alias “El Vicentillo”, y Jesús Reynaldo Zambada García, alias “El Rey Zambada”. A esta lista podría sumarse Ovidio Guzmán López, y no se descarta la posibilidad de que personajes como Ismael “El Mayo” Zambada García o Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera, actualmente bajo custodia de la justicia estadounidense, también lo hagan en el futuro.

El caso de Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad durante el sexenio de Felipe Calderón, es un claro ejemplo de la utilización de testigos protegidos como informantes contra un exfuncionario. Este episodio evidencia cómo esta estrategia, si bien genera escándalos en ambas naciones, no se traduce en una reducción significativa del tráfico de drogas o del consumo en territorio estadounidense.

Jeffrey Lichtman,

Jeffrey Lichtman, abogado de Ovidio Guzmán López

Ahora, Ovidio Guzmán ha llegado a un acuerdo con el Departamento de Justicia, por lo que se esperan nuevas polémicas a raíz de sus revelaciones. Las declaraciones de su abogado, Jeffrey Lichtman, quien acusa a la presidenta Claudia Sheinbaum de actuar como publirrelacionista de cárteles de la droga y de simular justicia en el caso del general Salvador Cienfuegos, ilustran cómo, bajo el pretexto del combate al narcotráfico, se esconde todo un entramado que privilegia el litigio mediático sobre la búsqueda de soluciones reales al problema social que provoca el consumo de estupefacientes.

Lo expresado por el abogado de Ovidio Guzmán encontró un fértil terreno para la controversia, especialmente en México, donde seguimos debatiendo casos que han ocupado la agenda pública durante décadas, como lo sucedido con el agente de la DEA Enrique Camarena Salazar, el caso que involucró al llamado “zar antidrogas” Jesús Gutiérrez Rebollo, o la reciente entrega de “El Mayo” Zambada a Estados Unidos.

Que la presidenta Sheinbaum, en primer lugar, respondiera a la provocación de Lichtman y, en segundo lugar, afirmara que lo denunciará en México por difamación —un delito ya derogado del Código Penal Federal—, evidencia una falta de comprensión sobre cómo se litigan estos casos en Estados Unidos.

Resulta claro que la “guerra contra las drogas” no es una batalla que pueda ganarse únicamente con policías, militares o exigencias de extradición de delincuentes. Se requiere una política pública que priorice la reducción del consumo en un país con amplios recursos para ello. No debemos olvidar que, si para Estados Unidos este tema es de seguridad nacional, los demás países deben entender que la presión no se aliviará con meras declaraciones. México, en particular, no debe perder de vista que sigue siendo percibido como el trampolín para el ingreso de drogas a Estados Unidos, un país que, con el tiempo, ha dejado de ser una “piscina” para convertirse en un “océano de consumidores”.