El anuncio del secretario de Relaciones Exteriores, Juan Ramón de la Fuente, sobre el nuevo entendimiento de cooperación en materia de seguridad entre México y Estados Unidos marca un episodio que, aunque diplomáticamente celebrado, requiere un análisis crítico. No es la primera vez que ambos países llegan a acuerdos en este terreno, pero la experiencia nos demuestra que el diablo siempre está en los detalles: ¿hasta qué punto se respeta realmente la soberanía nacional?, ¿cuánto se gana y cuánto se cede?
De la Fuente subrayó cuatro principios rectores: respeto irrestricto a la soberanía e integridad territorial, responsabilidad compartida, confianza mutua y colaboración coordinada sin subordinación. Sobre el papel, parecen inapelables. México insiste en no aceptar un esquema de subordinación y en exigir a Estados Unidos corresponsabilidad en problemas que nacen del otro lado de la frontera: la demanda de drogas, la venta indiscriminada de armas y el lavado de dinero.
Sin embargo, la historia muestra que estos principios se erosionan en la práctica. Basta recordar el Plan Mérida, que bajo el discurso de la cooperación terminó por introducir esquemas de control estadounidense sobre la estrategia de seguridad mexicana. Hoy, la pregunta es si el mecanismo de coordinación de alto nivel que se ha anunciado será una verdadera mesa de pares o, en los hechos, una ventanilla de supervisión.
El entendimiento contempla acciones contra los flujos financieros ilícitos, el contrabando de combustibles, la detención de generadores de violencia y el combate al tráfico de drogas y armas. Nadie podría estar en contra de estos objetivos. Pero aquí emerge otra contradicción: Estados Unidos, en voz de su secretario de Estado Marco Rubio, fue claro al señalar que la lógica del narcotráfico contempla pérdidas de cargamentos y que, por eso, la decisión de Trump de destruir embarcaciones cargadas con droga era más efectiva que cualquier decomiso.
El mensaje es inquietante: mientras México pone el énfasis en detener generadores de violencia en su territorio, Estados Unidos prefiere recurrir a la destrucción de navíos. ¿No es esto la expresión más clara de dos visiones de seguridad distintas? Para Washington, se trata de mandar señales de poder y disuasión; para México, de enfrentar a cárteles que han permeado el tejido social.
No puede ignorarse la conveniencia política de este anuncio para la presidenta Claudia Sheinbaum: envía un mensaje de estabilidad y continuidad en la relación con Washington, en un momento donde México necesita certidumbre comercial y diplomática.
El entendimiento de seguridad México-EE.UU. no puede leerse únicamente como un triunfo diplomático. Es, más bien, un terreno minado donde cada principio enunciado debe ser defendido con rigor. La cooperación es inevitable, pero el reto está en que no derive en subordinación.
México debe aprovechar la buena relación diplomática para exigir a Estados Unidos mayor responsabilidad en el control de armas y dinero ilícito, sin aceptar imposiciones que vulneren su soberanía. De lo contrario, este acuerdo podría repetir la historia de otros entendimientos donde la cooperación se tradujo en control externo.
La clave está en la vigilancia ciudadana y en la firmeza del gobierno mexicano: cooperar, sí, pero nunca a costa de convertirse en el patio trasero que Washington todavía sueña tener. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@onelortiz
