El 15 de septiembre de cada año, como una liturgia civil, el tañer de la campana de Dolores resuena en la memoria colectiva de los mexicanos. No se trata de ecos del pasado, son latidos que siguen palpitando en el corazón de una nación que aún busca definirse. En el grito de Hidalgo, en la decisión de Allende, en la valentía de Josefa Ortiz de Domínguez, en la visión de Morelos, no solamente se alzó la voz por la independencia de la Nueva España, sino el anhelo profundo por la justicia, la igualdad, la dignidad, el conocimiento, la cultura. Sencillamente, el progreso.

México nació entre clarines de guerra y promesas de redención. Se prometió un país libre del yugo colonial, de la explotación, del vasallaje económico. La independencia de México, proclamada en 1810 y consumada en 1821, no fue un simple acto de ruptura política, sino la gestación de un nuevo orden jurídico.

Hidalgo no fue un héroe aislado, sino el detonador de la conciencia colectiva. Morelos, siervo de la nación, estratega y visionario, en sus Sentimientos de la Nación, perfiló el ideario republicano: soberanía popular, abolición de la esclavitud, igualdad jurídica. Documento que representa uno de los primeros bosquejos constitucionales de América. La enseñanza de la independencia debe subrayar, que más allá de los cañones y de los estandartes, se trató de una batalla por instaurar principios de justicia, igualdad y progreso en beneficio de los mexicanos.

La independencia mexicana se nutrió de las ideas ilustradas de Rousseau, Montesquieu, Locke, pero se escribió con sangre criolla, mestiza e indígena. En su núcleo latía un principio aún vigente: ninguna soberanía es legítima si no emana del pueblo.

El Acta de independencia del Imperio Mexicano, no sólo declaró nuestra separación de la Corona Española, sino que sembró la semilla del derecho a la autodeterminación de los pueblos. Esta noción establecida en la Carta de las Naciones Unidas tuvo en la insurgencia mexicana una expresión temprana y vibrante. Este documento inauguró el principio de soberanía nacional, base del constitucionalismo mexicano.

El 4 de octubre de 1824 se promulgó la Constitución Federal de los Estado Unidos Mexicanos. Primera en reconocer formalmente el régimen republicano y representativo. En ella México acogió el principio moderno de que la autoridad no emana de un monarca, ni de una casta privilegiada, sino, de la representación ciudadana. Esta constitución fue efímera, pero sentó el precedente de una república federal, representativa y popular.

La Constitución de 1836, como dijo Miguel de Cervantes, de cuyo nombre no quiero acordarme, significó un momento oscuro de nuestra historia.

Por el contrario, la Constitución de 1857, dio un salto cualitativo en el ideario republicano al proclamar que “los derechos del hombre son la base y el objeto de las instituciones sociales”. La independencia alcanzó entonces, una nueva dimensión: no sólo la separación del conquistador, sino la emancipación frente al absolutismo interno y a las viejas estructuras de desigualdad.

La Constitución de 1917, vigente en la actualidad, fruto de la Revolución Mexicana, de corte positivista, consolidó la noción de independencia en clave social, al establecer en sus artículos 27 y 123 los derechos de los campesinos y trabajadores. El artículo 39 reafirmó el principio soberano: “Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste”. Estableció que el Estado democrático de derecho supone un respeto irrestricto a los derechos fundamentales de los gobernados; a los principios de: supremacía constitucional, legalidad y división de poderes. Con lo cual, nuestro marco jurídico cerró un ciclo iniciado en 1810: de la independencia política a la independencia social y a la consolidación de un Estado de Derecho.

Sin embargo, ese sueño se ha visto entrampado. Múltiples factores desdibujan el rostro idealizado de nuestra nación

Nuestros héroes patrios están hechos de mármol y bronce. Pero el pueblo que los venera está hecho de barro y polvo, de hambre, de esperanzas frágiles, de preparación deficiente, carente de oportunidades.

De 1821 a 1917, México transitó por grandes momentos constitucionales que, con aciertos y fracturas, fueron ampliando el concepto de independencia. Primero política, luego liberal y finalmente social. Pero la independencia no es un legado inmóvil. Es una conquista diaria. Cada generación debe redactar su propia acta, procurar su propia constitución moral y jurídica.

Dos siglos después, la independencia sigue siendo una tarea inacabada. Y lo seguirá siendo, mientras no se superen las cadenas de la desigualdad, la marginación indígena, la pobreza que mutila futuros, la impunidad que socava la confianza. Sólo así el grito de independencia dejará de ser memoria ritual y se convertirá en promesa cumplida para las generaciones presentes y venideras.

El derecho a la independencia no es solo el de los Estados frente a otras naciones, sino también el de las instituciones frente a los poderes fácticos. En el siglo XXI, hablar de independencia obliga a cuestionar nuevas formas de dependencia: financiera, tecnológica, energética. ¿Es libre un país que depende, en cierta medida, de mercados externos para fijar el precio del maíz, base de su alimentación y su cultura?

El grito de Hidalgo es un símbolo que se renueva. Cada septiembre se repite, pero el verdadero desafío es que no quede confinado a las plazas públicas, sino que se traduzca en libertades reales, tangibles: libertad de expresión sin repercusiones, independencia judicial sin presiones, libertad económica sin monopolios. Acceso a una educación de calidad. En servicios de salud dignos y universales. En un sistema de seguridad que proteja sin violentar, en instituciones transparentes e incorruptibles. Sólo así el grito de independencia dejará de ser memoria ritual y se convertirá en promesa cumplida para las generaciones presentes y venideras.

Como señaló Octavio Paz: “la independencia fue, en parte, un mito: dejamos de ser súbditos, pero aún no éramos ciudadanos”. Revela esa tensión entre el país de la esperanza y el país del desencanto, conviviendo bajo el mismo cielo. La independencia no se hereda, se ejerce, se celebra y se construye. Hoy, ser verdaderamente independientes significa, más que nunca, hacer del derecho un instrumento de libertad.

La autora es ministra en Retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

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