Una de las principales características de la 4T, que define su esencia y su forma de operar, ha quedado al descubierto en eventos recientes. Lejos de la imagen de un proyecto transformador planeado, sus gobiernos han abandonado toda proactividad para consolidarse como altamente reactivos. Esta no es una mera anécdota, sino el síntoma de un modelo de poder que opera bajo la lógica del estímulo y la respuesta inmediata, donde la agenda pública ya no se construye desde una visión de Estado, sino que es dictada por la urgencia de la crisis y el escándalo mediático.

El motor central de esta reactividad se encuentra, sin duda, en el fondo propagandístico de las conferencias mañaneras. Este espacio, concebido supuestamente como un ejercicio de rendición de cuentas, se ha transformado en el termostato que regula la temperatura del gobierno. La necesidad de ofrecer una respuesta diaria ante los cuestionamientos de la prensa —a pesar de los mecanismos de control sobre quienes cubren las mañaneras— obliga a actuar al “bote pronto”. No hay espacio para la reflexión serena, el análisis técnico o la construcción de consensos. La prioridad es apagar el fuego de la coyuntura, no revisar las causas estructurales del incendio.

Esta dinámica ha creado un “gobierno-espectáculo”, donde la percepción importa más que la realidad. Un problema puede ser minimizado o incluso negado durante semanas o meses, hasta que un evento de alto impacto lo coloca en el centro de la mañanera. Entonces, la respuesta debe ser inmediata, contundente y, sobre todo, efectista. Se anuncia una “solución” rápida, a menudo sin la debida planeación, destinada más a calmar la opinión pública que a resolver el problema de raíz. Es la diferencia entre construir una presa con ingeniería y echar sacos de arena cuando la creciente del río ya está a las puertas de la ciudad.

Intrínsecamente ligada a esta dinámica, se encuentra la pulsión morenista por ignorar, minimizar o relativizar los conflictos. Existe una resistencia casi patológica a reconocer fallas en el proyecto, como si admitir un problema fuera una derrota política. Esta actitud deja los asuntos en un compás de espera letal, donde las propuestas de solución se postergan hasta que el conflicto alcanza un punto mediático y social que obliga, forzadamente, a su atención.

La violencia en Michoacán y en gran parte del país es un cáncer metastásico con décadas de evolución. Comunidades enteras viven bajo el yugo del crimen organizado, con economías locales secuestradas y una paz social inexistente. Sin embargo, la atención focalizada y las estrategias específicas para la entidad parecen haber sido desatendidas hasta que el artero asesinato de un alcalde con perfil mediático obligó al gobierno federal a voltear la mirada. La muerte de Manzo no creó el problema; simplemente le puso un rostro y un nombre que no pudo ser ignorado en las mañaneras. ¿Cuántos “Carlos Manzo” anónimos han caído sin que su tragedia detonara una respuesta equivalente?

Es profundamente simbólico que fuera necesario que la propia presidente fuera víctima de una agresión para que se pusiera sobre la mesa, con la urgencia que merece, la iniciativa para tipificar como delito el acoso y la violencia política contra las mujeres por razones de género. Si es agredida la máxima figura del proyecto, la legislación puede esperar. Esta reacción deja en un segundo plano el dolor de miles: en un país donde, según cifras del Observatorio Nacional del Feminicidio, más de 3,000 mujeres, jóvenes y niñas son asesinadas al año, la violencia política es solo la punta de un iceberg de misoginia estructural que requiere una lucha constante y preventiva, no una reacción legislativa precipitada por un episodio de alto perfil.

El creciente centralismo de la 4T es otro pilar de su reactividad. En este modelo, si un problema no sucede en las cercanías de Palacio Nacional o en los estados gobernados por la alianza oficialista, su existencia se diluye. La geografía del poder es tan reducida que lo que no es visible desde el centro, simplemente, no es prioritario.

Esta “ceguera periférica” tiene un corolario peligroso: la solución, para ser válida, debe surgir del mismo palacio. Se desprecian e invalidan las experiencias, diagnósticos y propuestas de gobiernos locales, organizaciones de la sociedad civil y expertos que no comulgan con el relato oficial. Esto no solo ahoga el federalismo, sino que empobrece las posibles respuestas a los problemas. Se prefiere una solución imperfecta diseñada en el centro, a una solución eficaz concebida desde la periferia. El caso de la seguridad en Michoacán es, de nuevo, paradigmático: las demandas y advertencias de autoridades locales y colectivos fueron durante años tachadas de alarmistas o politizadas, hasta que el centro no pudo seguir negando la realidad.

La suma de estos factores —la tiranía de la mañanera, la cultura de la negación y el centralismo asfixiante— resulta en un estilo de gobierno que, lejos de ser transformador, es profundamente conservador. Conserva la inercia de los problemas al no atacarlos de fondo. Es un gobierno que, en la práctica, se ha mostrado incapaz de anticiparse a las crisis, mentiroso al negar sistemáticamente la realidad hasta que esta lo explota en las manos, y demagogo al preferir el gesto grandilocuente en la conferencia diaria sobre la acción silenciosa y efectiva.

La 4T prometió un cambio de régimen, pero en la práctica ha instaurado el régimen de la contingencia. Gobierna no por principios o por un plan, sino por reacción a los embates de la realidad. Y en ese juego, siempre va un paso detrás, condenando al país a una eterna carrera por alcanzar soluciones que nunca llegan a tiempo, porque se diseñan cuando el problema ya ha cobrado sus víctimas más visibles. Al final, la reactividad no es solo un estilo; es la evidencia de una profunda incapacidad para gobernar.