Los recientes asesinatos de Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, Michoacán, y de Bernardo Bravo, líder de productores de limón en la misma entidad, no son hechos aislados. Son síntoma de una gangrena que carcome el proyecto de la Cuarta Transformación (4T) y dejan al descubierto la profunda brecha que existe entre el discurso oficial y la realidad que vive el país.

Uruapan, el segundo municipio más poblado de Michoacán, es conocido como la “Capital Mundial del Aguacate”. Esta denominación, que debería ser sinónimo de prosperidad, se ha convertido en una maldición. La alta producción del llamado “oro verde” lo ha puesto en la mira voraz del crimen organizado, que ejerce un control férreo mediante extorsiones en toda la cadena productiva: desde el cultivo hasta la distribución. En este contexto de tierra de nadie, donde el Estado brilla por su ausencia, fue asesinado Carlos Manzo.

La figura de Manzo es crucial para entender la dinámica política actual. Al llegar a la presidencia municipal por la vía independiente después de haber sido diputado federal or MORENA, se situó fuera de los grandes partidos y, lo que es más significativo, fuera del cobijo del proyecto oficialista.

Su salida de MORENA lo convirtió en uno de sus más feroces críticos, particularmente del gobernador morenista de Michoacán, Alfredo Ramírez Bedolla. Y, como no, si como escribiera José Martí “Conozco al monstruo, he vivido en sus entrañas”. No puedo evitar recordar que López Obrador llegó a ser presidente estatal del PRI en Tabasco antes de transformarse en su más insistente detractor.

Este detalle parece ser una sentencia de muerte en el México de la 4T. El gobierno federal ha demostrado una clara política de defensa “a capa y espada” de sus aliados, incluso de aquellos con señalamientos graves, como los gobernadores Rubén Rocha Moya, de Sinaloa; Alfonso Durazo, de Sonora; Américo Villarreal, de Tamaulipas; Indira Vizcaíno, de Colima o Evelyn Salgado, de Guerrero o de como la zacatecana Rocío Nahle, al frente de Veracruz, o el senador “Patán” Augusto López, ampliamente señalado por sus vínculos con el grupo delictivo “La Barredora”.

Pero no solo protegen a los políticos surgidos de su partido, también a los hijos y a sus amigos, como a los tres hijos mayores del propio López Obrador y los contratistas de los “mega proyectos” de la 4T al tiempo que destruyen todos los mecanismos de control como el INAI y todo aquello que signifique transparencia y buen uso de los recursos públicos.

Sin embargo, para quienes no surgieron de sus filas o de las de sus cómplices, el gobierno los abandona a su suerte. Los testimonios son abrumadores: Manzo había denunciado en múltiples ocasiones la presencia de grupos criminales y había solicitado ayuda reiteradamente al gobierno federal para proteger su vida y la de los uruapenses. Su asesinato es la prueba más cruda de que esas solicitudes cayeron en oídos sordos.

Lo mismo pasa a quienes nos oponemos abiertamente a la destrucción morenista. En el proceso de construcción del nuevo partido político México Nuevo Paz y Futuro, la asamblea estatal que se llevaría a cabo en Oaxaca, fue saboteada por vándalos disfrazados de maestros, ante la complacencia de las autoridades estatales y federales y empresarios que se han manifestado contra las olíticas del gobierno son perseguidos desde el SAT o la UIF. El estado y el crimen organizado unidos en la misma guerra: la caza de sus opositores.

El núcleo del problema reside en la falsa premisa de que se puede gobernar el país desde las conferencias mañaneras. Se construye una narrativa de paz y seguridad que la realidad se encarga de derrumbar cada día con sangre. Esta estrategia se sustenta en pifias como el caso de Simón Levy por cierto también ex morenista y conocedor del monstruo, o en medias verdades estadísticas que proclaman una reducción de la inseguridad, mientras todas las encuestas de percepción ciudadana —y la experiencia cotidiana de millones— gritan lo contrario.

Este contraste plantea preguntas incómodas. Si, como afirma el gobierno, las víctimas de homicidio eran principalmente resultado de guerras entre carteles, y ahora esas cifras han disminuido (aunque México sigue con niveles epidémicos de violencia), debemos preguntarnos:

¿Ya no hay guerras entre carteles? La evidencia en estados como Zacatecas, Chihuahua o el propio Michoacán sugiere lo contrario.

¿Se pusieron de acuerdo? La fragmentación del crimen organizado es mayor que nunca, lo que hace este escenario improbable.

Entonces, ¿ha influido la intervención del estado? Y, de ser así, ¿en qué forma? La sospecha latente, que estos asesinatos alimentan, es que la intervención no ha sido para combatir al crimen de frente, sino para establecer una suerte de “pax mafiosa”, donde se tolera o negocia con algunos grupos a cambio de una calma frágil y selectiva, mientras se reprime o abandona a quienes se interponen en el camino o, como Manzo, carecen de padrinazgo político.

Los asesinatos de Carlos Manzo y Bernardo Bravo no son simples notas rojas. Son un alegato sangriento contra un modelo de gobierno que prioriza la lealtad política sobre la seguridad ciudadana, que substituye la acción en el territorio por la narrativa en palacio, y que ha dejado a vastas regiones del país y a sus servidores públicos más honestos a merced de la ley del más fuerte. Son la prueba de que la “transformación” prometida se ha convertido, para muchos mexicanos, en una pesadilla de impunidad y abandono.

Nada va a cambiar en el país si no nos decidimos a participar por ocupar los espacios de elección popular, que es donde se puede definir el rumbo. Para ello te invitamos a la construcción de México Nuevo Paz y Progreso, que será verdadera oposición a MORENA mientras dure en el poder y será un buen gobierno a partir del 2030, cuando se inicie el cambio verdadero que lleve al país a ser uno de los países más seguros y desarrollados del mundo.