¿Es posible hablar de una ética digital para la Inteligencia Artificial, cuando en realidad sólo refleja lo que somos sus usuarios y aprende de nosotros y de nuestros sesgos, fobias y falacias, que se reflejan en sus respuestas?

Es una buena pregunta y es perfectamente válido —y necesario— hablar de una ética digital para la Inteligencia Artificial, incluso si la IA muchas veces “refleja lo que somos”: nuestros sesgos, miedos y falacias. Esa reflexión ética no es redundante, sino más bien esencial.

Primero, reconocer que la IA aprende de nosotros no implica que debamos resignarnos a sus defectos. Al contrario: implica una responsabilidad mayor. Porque los datos con los que se entrenan los modelos de IA no son neutrales; muchas veces contienen prejuicios estructurales: raciales, de género, sociales. Una ética digital debe cuestionar qué datos elegimos usar, cómo se recogen y quién decide qué es “valorable” para entrenar.

Segundo, la ética digital no solo regula al algoritmo, sino al diseño humano: quién escribe el código, con qué intenciones, qué equipo lo desarrolla. Se pueden implementar estrategias para mitigar sesgos (herramientas de auditoría, diversidad en los equipos, supervisión constante).

Tercero, aunque la IA imite lo peor de nosotros, no deja de ser una herramienta poderosa: ya puede ejercer efectos reales en espacios sensibles —recursos humanos, salud, justicia—, y por eso su desarrollo debe regirse con valores: equidad, transparencia, responsabilidad.

En resumen: una ética digital para la IA no está de más, sino que responde precisamente al hecho de que la IA es un espejo muy potente de nuestra humanidad. Si no regulamos ese espejo, podemos terminar amplificando nuestras desigualdades en escala masiva.