Por Antonio Pérez

Lo que hoy ocurre en México ya no puede describirse como una “democracia imperfecta” ni como una simple deriva autoritaria. Hemos perdido la democracia. Y la hemos perdido por una doble vía: por un gobierno que concentra el poder, debilita contrapesos y tolera -cuando no normaliza- la ilegalidad, y por un crimen organizado que ya no solo disputa territorios, sino que comparte el poder político.

La narrativa oficial insiste en que vivimos una transformación democrática, que el pueblo manda y que las elecciones son expresión de la voluntad popular. Esa afirmación se desmorona cuando se observa la realidad en amplias regiones del país: el crimen organizado decide quién puede competir, quién debe bajarse, a quién se financia y, en el extremo, a quién se mata. Cuando esto sucede, el voto deja de ser libre y la elección deja de ser democrática. Se convierte en un trámite administrado por el miedo.

No estamos hablando de casos aislados. Durante el proceso electoral más reciente se registraron cientos de actos de violencia política y decenas de candidatos asesinados, la inmensa mayoría en el ámbito municipal. Alcaldías, regidurías y sindicaturas son hoy las piezas más codiciadas porque ahí se controla la policía local, los permisos, la obra pública, el comercio y la vida cotidiana. Ahí se administra el territorio, y quien controla el territorio, manda.

Los asesinatos de Gisela Gaytán en Celaya, Noé Ramos en Tamaulipas o José Alfredo Cabrera en Guerrero, ejecutados en actos públicos y frente a ciudadanos, no solo eliminaron personas: enviaron mensajes. Mensajes a otros aspirantes, a partidos, a votantes y a autoridades. El mensaje es claro: la política se hace con permiso.

Estados como Michoacán, Sinaloa, Sonora o Baja California ilustran con crudeza este fenómeno. En ellos, el crimen no solo disputa mercados ilícitos; impone reglas, define autoridades y condiciona gobiernos. En Michoacán, por ejemplo, el número de alcaldes asesinados en las últimas dos décadas es una señal inequívoca de que la autoridad local es vista como un botín más. No es casualidad que ahí la presencia del Estado sea frágil y selectiva.

Pero el problema no termina en lo local. El silencio, la omisión y la narrativa complaciente desde el poder federal han sido determinantes. No se combate con eficacia el financiamiento ilegal de campañas, no se protege de forma suficiente a candidatos amenazados, no se fortalecen fiscalías ni policías, y se descalifica sistemáticamente a los organismos autónomos y a la sociedad civil que documentan estos hechos. La estrategia de “abrazos” se tradujo en tolerancia, y la tolerancia en expansión del poder criminal.

Así, México no regresó al viejo partido hegemónico que imponía gobiernos desde el centro. Lo que emergió es algo peor: un sistema donde el poder político formal convive y negocia con un poder criminal fáctico. Un régimen donde la hegemonía ya no se sostiene solo desde el Estado, sino desde la entrega de territorios a cambio de gobernabilidad aparente.

En este contexto, hablar de elecciones libres es una ficción peligrosa. No hay democracia cuando competir cuesta la vida, cuando el financiamiento ilegal decide campañas, cuando el miedo sustituye a la deliberación y cuando el gobierno prefiere negar el problema antes que enfrentarlo.

Recuperar la democracia exige mucho más que discursos. Exige Estado de derecho, persecución real del dinero ilícito, protección efectiva a quienes participan en política, sanciones ejemplares y una ruptura clara -sin ambigüedades- con cualquier forma de convivencia con el crimen. Porque mientras el poder se siga compartiendo con organizaciones criminales, México no será una democracia: será un territorio administrado por la maldad.