Este año, de nueva cuenta, no comento asuntos de índole política. Todos estamos hastiados de ella; también de quienes la practican: aquellos que hacen de ella su habitual modo de vida. En toda sociedad hay buenos y malos. También hay, y son los más, los que nos hallamos en un estado intermedio: los que a veces somos buenos y más frecuentemente somos malos. Así es la vida. Qué le vamos a hacer.

Hago una aclaración pertinente: todas las historias, si bien son muy viejas, son absolutamente reales, es decir ciertas; lo son en la medida en que doy crédito a quienes hace muchos años me las refirieron.

 

Odio revolucionario

Hace muchos años, más de setenta, un viejo amigo que había sido revolucionario, me refirió una parte de su vida:

“Entré a la bola sólo por tener oportunidad de joder a mi patrón que era español; nos explotaba y jodía a más o poder.

Ya en la bola, en alguna ocasión, estando platicando con mi coronel, le referí lo de los azotes que nos daba, de los días que pasábamos castigados en los calabozos de la hacienda y de los abusos que cometían con nuestras mujeres. Todo eso le indignó; no pasó de ahí. Pero cuando le referí que mi patrón guardaba en costales muchas monedas de oro y plata, me dijo: ¡repíteme eso! ¿Sabes dónde tiene ese dinero? ¿Esta lejos la hacienda? De todo le di razón. Al día siguiente nos ordenó avanzar con rumbo a la hacienda de mi ex patrón.

Pusimos sitio a la hacienda. Los sitiados no presentaron resistencia. Una vez que la tomamos, primero fusilamos, sin mayor trámite, al capataz y a la gente que encontramos armada.  Apresamos a un hijo del dueño de la hacienda; se había quedado para cuidar los intereses de la familia. Él, con la condición de que no lo fusiláramos, nos dijo dónde estaba parte de la fortuna que su padre; la había dejado por no poder cargar con más. La encontramos. Mi coronel dispuso que se repartiera entre todos nosotros. A mi me tocó ración doble. Él se quedó con la mayor parte. Nos explicó que eso era lo habitual en una revolución.

En el patio de la hacienda vimos el lugar donde nos amarraban para azotarnos. Entramos a la casa del hacendado; en la pared, colgado de un clavo grande, estaba el látigo con el que lo hacían. Me senté en la silla en la que el gachupín, nuestro patrón, se sentaba. Subí mis pies huarachudos a la mesa. Enseguida, rompimos muebles, vajillas, cerámicas y enseres de cocina. Lo hicimos sólo por el gusto de oír como tronaba. Todavía suena en mis oídos el ruido que producía la cerámica cuando la estrellábamos contra el piso. Me sentí el hombre más feliz de la tierra”.

Los revolucionarios somos gente de palabra; en cumplimiento de nuestra promesa no fusilamos al hijo del hacendado: lo colgamos de un amate grandote.

 

El caso de don Abraham de Tixtla, Guerrero.

Don Abraham, de Tixtla, el lugar donde nació el gran insurgente don Vicente Guerrero, tiene una tienda en la que expende de todo, incluyendo mezcal. Está medio sordo o se hace pendejo. Un cliente le pregunta ¿Don Abraham, tiene sal? Sí, espérame un momento. Va a la garrafa de mezcal y sirve una copa.

–No don Abraham, le pedí sal, no mezcal–.

El tendero, don Abraham, en ese momento, se da por enterado de su error y dice: -Ahora, por pendejo, me lo chingo-. Todos los días, debido a sus pendejadas, para medio día, está totalmente borracho. Su esposa se limita a reclamarle: -Abraham, te estás acabando las utilidades-. (VLV)

 

Un indio pendejo

Hace muchos años, un indio amigo mío me refirió lo siguiente:

Una mañana del mes de julio, mi patrón y yo caminábamos por una vereda de la sierra del estado de Guerrero; él iba adelante, montado a caballo; yo lo seguía montado en un burro. Al lado derecho del camino, en un pequeño valle, él observó un árbol de guayabo cargado de fruto; me ordenó: -baja y corta unas guayabas para ir comiendo en el camino; hazlo en tu burro para que puedas alcanzarlas-.

Así lo hice; eran unas guayabas grandes, dulces y jugosas.

Seguimos nuestro camino. Por la tarde, ya cansados, regresamos a nuestro pueblo por la misma vereda; al llegar al sitio en donde en la mañana había cortado las guayabas, mi burro, de buenas a primeras, sin esperar órdenes, se desvió de la vereda; se encaminó al mismo árbol y se paró debajo de él. De nuevo corté otras guayabas; también se las compartí a mi patrón.

Éste, al recibirlas, no me dio las gracias, se limitó a decir: -El burro es más listo que tú, ¡indio pendejo!

 

Tepezihue

El término tepezihue deriva de los términos nahuatl tepetl, cerro y zihue, rodar; con él se alude al hecho de que, si un animal vacuno se rueda y queda mal herido, para que su carne no se eche a perder, quien lo descubre, puede disponer de ella; si lo hace, no comete ningún delito o infracción.

En el caso se impone el principio de economía: en situaciones extremas, primero están los miembros de la raza humana y después las aves de rapiña y los animales salvajes.

Cuando alguien encontraba una res herida en el campo, de inmediato corría al pueblo a avisar e invitar a “Entrarle al tepezihue”.

El término se usa también en un sentido erótico: cuando a una mujer le han pasado sus mejores años, se decía: -“Voy a entrarle al tepezihue-”, como fórmula para decir que la iba a cortejar y hacerlo sin correr el riesgo de que quedara embarazada.

Cuando alguien es invitado a comer y la comida, por no ser buena, no es de su agrado, es común que, al ser interrogado respecto de la calidad de los alimentos, se limite a contestar: “Me dieron tepezihue”, con lo que se quiere significar que fueron de mala calidad.

He cumplido mi promesa: no hable de política, cuando menos en su acepción más común y censurable: la que se practica en México.