Mariana Bernárdez

Escribir: tajar, hendir, pero va más allá, hay un oculto sentido de salvajismo, de hachazo, de rastrillar la realidad, de excavarla o de horadarla, penetrarla, dejar su hendidura de fuego en seña de la duración inexistente de una vida que concurre como eslabón de otras. Al cabo de los siglos, nadie habrá de recordar nuestro nombre, ni la grafía con la que alguna vez se echó andar la maquinaria infinita del eterno retorno.
Escribir: alforza del asombro ¿y detrás?, ¿todavía la herida?, ¿o escollo donde el instante se alarga para mostrar su mutación y maleabilidad? De tan caído el lenguaje sólo la ascensión es posibilidad, pero de resurgir habrá de ser a partir del margen, de la orilla. La transgresión no es de un límite al otro, que eso bien es síntoma del vértigo, sino del vacío a otro vacío, del no-lugar a otro no-lugar: los opuestos, sin duda, se tocan en su colapso. Ruina, luego, escombro.
¿Será la ceniza el altozano de la sangre alguna vez derramada en signo de la fractura? Marca el viento la piedra como el agua deja su paso en la lisura, también lo hace el fuego sobre la tierra, pero la alquimia mayor sucede cuando se apresa el agua en el papel, se quema su costado y el aire pasa las hojas en referente al árbol desgranado: el libro gravita en la luz.
No todo rastro es visible, ni toda huella cicatriz clausurada o por ello sanada. En sus hojas un pájaro afina las sílabas del silencio, mientras las siluetas de la montaña se inscriben con el alba. Los caracteres de su escritura azoran a quien testimonia la huida de la sombra, el palidecer de la estrella diurna, la ciudad que despierta de su letargo, el regalo del día que despunta en el júbilo de lo posible. Todo, totalidad arraigada en el blanco al filo del quiebre en su quietud.
Los ojos se detienen sobre la letra en alta que despliega su estatura. Asunción: adviene el comienzo. Así debió reinar el sonido al pronunciar la primera letra del ruaj, debió reverberar al unísono sobre los acantilados de la creación, porque no es posible no admitir el doblez de la realidad, lo inhallado que acusa en su urgencia ser encontrado. Distención, que en ti mi alma mido todos los tiempos…, como si esa voz sobrepasara la velocidad del relámpago, la antífona del desasosiego que levanta a los justos de su miseria, como si esa voz aún de no entonar verso alguno tuviera dentro de sí los puntos cardinales, el centro y la cruz.
Escribir: desde la torre miro el mar, el viento me trae su sal que se incrusta en mi labio y se confunde con el agua de mis ojos, hasta la piel sabe a marisma en esta línea que cabalga y que adviene en el escuchar lo que no sé qué habita mi cabeza, “cántame, cántame, que no quiero estar donde estoy”, y me canta sobre esos otros lugares donde el pesar y la pesadumbre quedan de lado por la simple alegría de saberse ahí, frente al mar, con el pelo revuelto por la ventolera, con la mano enlazada a las piedras del camino: arborescencia del agua sobre la arena. ¿Será la nervadura del pétalo otra forma de deletrear la palabra oculta?, ¿y el fuego fatuo?
Se es lo que se es: tan sólo un estremecimiento.

El libro más reciente de la poeta y ensayista, Mariana Bernárdez, es Después de los mares. Instituto Mexiquense de Cultura (colección Raíz del hombre), Estado de México, 2012.