Carlos Olivares Baró

El mundo pretende aún ser heredad: empieza cada día a las seis de la mañana cuando los niños preparan sus cartillas, las casas huelen a café con leche: la mantequilla se derrite sobre los panes calientes, la muchacha del desvelo contesta una llamada telefónica, el locutor de la emisora predice los signos zodiacales, un perro ladra, el militar deja la ronda, una procesión de luz mastica las sombras y un adolescente descubre el deseo en la reserva de los sudarios.
El mundo empieza todavía en la vihuela de un juglar ensimismado. El mundo con su inicial pregunta, su intermitente pausa y sus disfraces cautelosos. El mundo, ¿quién se atreve a negarlo? El mundo, ¿quién no escucha su jaculatoria?
Y comenzamos a deletrearlo: el maestro pide a los muchachos que abran el manual en la página cuarenta y allí está el océano, la marea y la bruma. El médico coloca su aparato en el pecho del paciente: el corazón galopa y el enfermo ríe y la blancura del consultorio se esparce, y afuera, en el jardín del dispensario, el centelleo de la luz anula la nostalgia.
El mundo, ¿quién no sabe de sus brozas? Equinoccio: intersección esbozada: sordidez. El mundo, ¿quién no lo presiente? Escenario: circunstancia: mundo. ¿Y ese que camina es el otro? Desdoblamiento para proferir y sospechar. Habla que tantea discernir el mundo: aprehenderlo.
Charle Simic nació el 9 de mayo de 1938 en Belgrado, Serbia (parte de Yugoslavia en aquellos tiempos). Creció en la guerra: vivió en la guerra: su mundo (ocupación nazi de los Balcanes). “He visto tanta vileza en mi vida, en el mundo, que sigo sorprendido”, dijo Simic una vez que le preguntaron sobre su experiencia y formación como poeta. “Mi experiencia es un mundo de guerra y de personas desplazadas”, puntualizó, mirando a la cámara que lo retrataba.
El mundo no se acaba (Vaso Roto Ediciones, 2013), de Dušan “Charles” Simić, ganó el Premio Pulitzer de Poesía en 1990: hoy lo conocemos en castellano —hermosa edición bilingüe— gracias a la traslación del poeta y ensayista español Jordi Doce (Gijón, 1967). “Mi madre era un trenza de humo negro./ Me llevaba bien arropado sobre las ciudades en llamas./ El cielo era un inmenso lugar barrido por el viento para que un niño jugara en él”: primeros versos de una cartilla en la que las palabras dibujan una curvatura de quieta y perturbada concordancia rítmica.
Sujeciones fincadas en recursos elípticos de minimalista espesura. La espiral asciende: se contonea presurosa y lenitiva: caracol que cubre el sendero con una secreción de expansiva confluencia. La arrobada franqueza de su habla, la estrictez de la imagen (lenguaje sosegado y exacto) y los “detalles luminosos” (Ezra Pound), lo sitúan como heredero del Imagismo (Imagism) anglosajón (Reino Unido Irlanda, Estados Unidos) de principio del siglo XX. Imagismo renovado que apela a la prosa para dibujar todo aquello que parece “predecible. Todo ha sido ya predicho./ Lo predestinado no se puede evitar. Incluida esta/ patata hervida. Este tenedor. Este trozo de pan negro./ También este pensamiento…”.
Versículos de prosodia refulgente, estallante: abrigada más en la brizna que en la plegaria letánica del aguacero: “Las cucarachas/ parecen aldeanos bufos/ en obras de teatro serias”. El mercurio es tiempo: azogue que es piedra: penumbra y quietud. El corazón despliega un temblor porque “no hay dios, sólo un ojo aquí y allá que ve con claridad”. La poesía nunca proclama: decir desde el silencio para que el estallido sea proporción de Allegro y Adagio murmurante: jazz acuoso, sonatina abreviada.
“Las palabras hacen el amor como moscas en el calor del verano: el poeta no es más que un espectador perplejo”, ha dicho el ganador de la Medalla Robert Frost de la Sociedad de Poesía de América en 2011. “El cuarto está vacío,/ y la ventana abierta”. El mundo está por comenzar en un salmo infinito: “La piedra es un espejo que funciona mal”.