Guillermo Samperio
Ya en la noche, cuando los focos están apagados y se instala un largo silencio, es cuando ellos piensan mejor. Piensan en la luna llena, las luciérnagas, los arbotantes, en los focos fundidos, en las lámparas de mano de los veladores, en el brillo de los ojos de las mujeres que están de pie en las esquinas, en el foco que se enciende sobre las cabezas de los científicos, los poetas o los filósofos, cuando les viene una idea estupenda, en el centelleo de los charcos después de la lluvia, o en otros focos apagados.
Los focos de las lámparas apagadas piensan en los escotes de las mujeres cuando hay fiesta en la casona, en los fuegos leves que se generan en los muslos femeninos que llevan medias negras y tienen la pierna cruzada, en los fistoles prudentes de los caballeros y hasta en sus hebillas, aunque sean un tanto toscas, en los ojos chispeantes de damas y cortesanos cuando la fuerza alcohólica ha subido los grados legales del alcoholímetro, el fulgor erótico en los labios de las mujeres cuando salen a la terraza y segundos después los hombres que van tras ellas con un haz en la frente sudorosa, en las luces leves de las velas que la señora de la casa hunde en pequeños panes de chocolate, canela, mamey o frambuesa, en los súbitos y cambiantes relumbres de la ponchera y del mismo cucharón mientras vierte la bebida alcohólica compuesta de liquido de peras jugosas, ciruelas trituradas y jugo de toronjas, además del coñac añadido al último.
Los focos apagados de las habitaciones de la servidumbre, del estacionamiento y del área de planchado, piensan en las luciérnagas puestas en el centro de la mirada del zorro entre los manzanares, en los cuartos pequeños y humildes de los veladores, en las calles solitarias en las orillas de la ciudad o del pueblo donde un foco antiguo, amarilloso, alumbra apenas su lado breve de la calle con la desvariada idea de que aluza todo el barrio, en el breve fuego súbito de puñales que, al fondo del callejón real, entre sombras de cuerpos, alumbra un alma que se desprende; en los combustiones que configuran dibujos de ida y vuelta “o en giros inesperados” hasta que alguno se apaga y el otro se disipa tambaleante y una muchacha imagina que son señales de la yerbera, en las lámparas de petróleo de los hombres que andan por el monte a la caza de liebres y conejos que se paralizan en cuanto la luz les cae encima y luego se ve una pequeña estrella que explota y derriba al animal, cuyas largas orejas se vuelven flácidas lo mismo que sus cuerpos, en el aluzamiento de la breve casa de dos aguas donde la penumbra provoca que sus habitantes platiquen en voz baja o hagan el amor en un grito contenido con el fin de que las crías no se den cuenta de un cuerpo metido en otro, a pesar de que tales crías escuchen los leves movimientos, los gemidos suaves y los últimos respiros un poco más fuertes y luego un silencio hondo que habla más que los cuerpos incrustados, o el sonido del río que no ha cesado de pujar y decir palabras de amor rumorosas ni ha dejado de moverse ni de fluir con nuevas aguas que no volverán a pasar por ese pueblo.
Hay uno que otro foco apagado que no piensan en nada o que sus palabras son más oscuras que su entorno negro y que apenas logran cavilar en el momento en que al fin se liberen de esta servidumbre vil de estar alumbrando para qué y para nada, piensan, cuando no les queda otra opción en la inutilidad de alumbrar y de encontrarse colgados como si estuvieran en la horca o les fuera a caer, de un momento a otro, la guillotina, eso, prefieren estar apagados, gozan el sufrimiento de la plena oscuridad que los rodea, les vienen a la mente los cadáveres que van cayendo en las calles citadinas, los decapitados, los hechos trozos, o de los hombres y mujeres que se tiran desde la azotea de un edificio y del golpe que generan sonara como si un carro se estrellara contra otro, en el estallamiento de las vísceras, o en los presos que se ahorcan con un cinturón o que los asfixian con un alambre en su celda, en los zapatos tristes que cuelgan de los cables que atraviesan las calles de poste a poste, en la multitud de murciélagos que habitan la nocturnidad de la ciudad y la cruzan de un lado a otro en busca de alimento, piensan en la edad media en que hubieran preferido ser antorchas y un día ser usados para incendiar un cerro de cuerpos humanos caídos en manos de la peste o para alumbrar una estupenda violación, un rapto, un asesinato con espadín a espaldas de la víctima o al traidor o a la infiel, participar en las fiestas báquicas y dionisiacas, incendiar uno de los barcos que estuvieron en la costa ante el fortín de Troya o, a la inversa, alumbrar la morada del invencible y prepotente Aquiles en tanto éste, solitario, tocaba la cítara, rumiando su odio contra Agamenón, o todavía más: haber sido el fuego inútil que Paris llevaba en el pecho al raptar a Helena.