Eusebio Ruvalcaba
I Bien podría considerarse Sensemayá, de Silvestre Revueltas, la obra musical mexicana por antonomasia. No hay quien resista su embrujo. De ritmo telúrico, su orquestación es vasta y vigorosa, aún más que la de Redes y Janitzio, esas otras dos obras maestras orquestales de Revueltas. Genio atormentado, insaciable, siempre insatisfecho, cúspide, gambusino de vetas musicales, a su lado palidecen compositores mexicanos encumbrados por el poder político —piénsese en Carlos Chávez, sin duda gran promotor de la música en México y director erudito, pero cuya música tiende a empequeñecerse.
Las frases musicales del gran compositor duranguense son construcciones sólidas, indestructibles. Ante el magnetismo de su personalidad y espíritu pintoresco, la música de tan enigmático genio es compleja, imbuida de alegorías y pigmentaciones de este México dolido. Sin caer en complacencias chauvinistas, a que son dados los miopes de espíritu. En la música de Silvestre Revueltas, enjundia y ternura constituyen su verdadera urdimbre. Escúchese Sensemayá. Musicalmente hay que detenerse en la orquestación. Revueltas abreva de los grandes maestros de la paleta orquestal. Su versatilidad y riqueza tímbrica se despliega en sinuosidades que llevan al escucha de un extremo a otro. Hay un alarde de las percusiones y de los metales, que bien visto llevan sobre sus espaldas el ritmo de la obra.
Silvestre Revueltas es una caja de resonancia cuya reverberación dista mucho para que se agote, a pesar de que así lo intentaron los envidiosos —no en balde, no hace mucho su nombre no existía para la historia oficial de la música en México, aunque se citaba con reverencia entre los músicos. Militante de izquierda, sin embargo mantuvo la independencia de su música. Con él las sorpresas no cesan. Se escuchan sus obras, sus poemas sinfónicos, su música de cámara —no es posible oír Homenaje a García Lorca sin que los ojos se aneguen de lágrimas— y su figura crece. Es un gigante de la música universal, y su obra se mantiene en constante evolución sin que le haga mella su trágica biografía (que tampoco se puede ocultar, no habría por qué hacerlo; el alcoholismo es parte de la existencia de Silvestre Revueltas, como su sentido del humor o su ironía implacable). Pues bien, los alcances de Sensemayá dieron un brinco de casi ochenta años y se colaron hasta una película estadounidense de reciente factura: La ciudad del pecado. En efecto, en una de las secuencias de máximo impacto, cuando en la tercera historia el bueno está a punto de rescatar a la chica y acabar con el malo, en un buen tramo de acción y despliegue de cámaras, de pronto se escucha Sensemayá. Y la gente se cimbra en su asiento. La música de Revueltas colma la sala, y el espectador se pregunta de dónde diablos salió esa música que pone la piel chinita y sacude como un terremoto, que encima aun le da más dramatismo a la secuencia. (Por cierto, quien esto firma decidió esperarse para revisar en los créditos el nombre de Silvestre Revueltas y el de su Sensemayá inmortal. Y ahí aparecieron.)
II Blas Galindo, compositor jalisciense, me contó la siguiente anécdota de Revueltas. En cierta ocasión se encontraban platicando, cuando Revueltas era director del antiguo Conservatorio Nacional de Música —puesto en el que no permaneció más allá de dos meses—, y de pronto se acercó una chica, la cual lloraba a lágrima viva. Se aproximó al director y le dijo: “Maestro, le quiero solicitar un préstamo. Mi mamacita acaba de morir y no tengo un cinco para enterrarla. Yo veré el modo de pagarle”, a lo que Revueltas respondió: “Lo lamento mucho, pero ésta no es una institución de caridad. Con trabajos hay dinero para pagarles a los maestros, menos para hacer préstamos personales”. Entonces la joven dio media vuelta y emprendió el regreso, sin dejar de llorar. Pero en ese instante Revueltas la llamó con el clásico psss, psss. La muchacha regresó y Revueltas extrajo del saco el sobre de su quincena: “El Conservatorio no tiene dinero para prestarle —le dijo—, pero yo sí. Tómelo”, y le extendió el sobre.
IIIMe mira desde su fotografía. Esa fascinante fotografía que alguien le tomó tres o cuatro meses antes de morir. Me traspasa con su mirada. En realidad está mirando un punto perdido en el horizonte. Tal vez su muerte, tal vez la tragedia del pueblo resuelta en trazos de orquestación punzantes. Porque nadie como él entendió la hiriente alegría del hombre mexicano. Está saliendo de una cantina. En el ojal de la solapa porta un clavel marchito. Su grueso cinturón es incapaz de sostener la prominencia del estómago. Menos aún la camisa luida. El pelo revuelto, ensortijado. Casi negro. El rostro sin afeitar, los ojos hundidos. Cierta tristeza, cierta tragedia, pero también cierto desparpajo. Cierto cinismo, y en el fondo un punto de infinita melancolía. De acre dulzura. ¿Qué tendría en la cabeza en ese momento? ¿Sensemayá, Ocho por radio, La noche de los mayas, Homenaje a García Lorca?
Quizá no había música. O quizá la música tenía forma de noche y tormenta. Que eso se alcanza a distinguir en su frente. En ese manantial de luz.
IVComo su misma música, en la que cohabitan emociones encontradas, su infancia fue un tramo difícil, constituido de momentos que marcan, que se quedan adheridos al alma como aquellos herrajes al rojo vivo en la piel de las reses. Escribió Silvestre Revueltas: “De niño, y casi siempre por un fútil motivo, mi padre me imponía un castigo corporal y me encerraba en un oscuro cuarto. Al poco tiempo me traían un plato con frutas y me soltaban. Después, yo veía a mi padre y sentía por él una tristeza y una piedad infinitas; pero nunca lo he perdonado”.
VSu figura viene inmediatamente a mi cabeza. Lo veo inmolándose, incendiando su corazón. Incendiándolo de música. Con la vida en un puño, increpando a Dios tanta desolación humana, tanta desdicha, tanta barbarie. Lo veo diciendo palabras colmadas de amor a una mujer, a un amigo, a su hija. Bebiendo profusamente de un vaso casero, ese vaso en que apenas ayer bebía agua de jamaica y que ahora satura de tequila. Lo veo beber hasta la última gota. Porque en esa gota está la belleza, el arrobo, la pureza. Lo veo volver los ojos hacia las alturas y contemplar el movimiento de las nubes. Darles forma a las nubes. Veo su pecho incendiarse. Crear música. Percutir.
VIDescuelgo la fotografía y llevo a Silvestre Revueltas a beber. Voy con una mujer de nombre Angélica, quien de inmediato se siente atraída por el personaje. Le pregunto cuántos años le calcula. Mira atentamente la fotografía y responde: Sesenta. No, tiene treinta y nueve, aclaro. Se la habrán tomado dos o tres meses antes de su muerte, saliendo de una cantina. Sus ojos están hundidos, incrustados a fuerza en el rostro, casi perdidos en medio de ese rostro brutalmente desencajado. Mira hacia el horizonte, hacia un punto indefinido. El pelo hirsuto corona su enorme cabeza. Lleva días sin rasurarse, sin asearse. Una barriga colosal, que apenas alcanza a detener el grueso cinturón, lo antecede, lo anuncia. El saco está abierto, para desafiar aún más, para que la barriga se explaye aún más. Por supuesto, el clavel en el ojal. Un clavel marchito, deshecho. Inmensamente triste. Más triste que nadie. Más triste que nada. Las manos en los bolsillos lo delatan hedonista, sibarita.
Le pregunto dónde quiere ir. Se tarda en responder. Sus ojos se miran deliciosos en lo que dura su cavilación. A La Jalisciense, en Tlalpan, acota. No te estoy preguntando a ti, la atajo. A él. Entonces acerco mi oreja a la boca de Silvestre Revueltas y me dice que a la Buenos Aires, en el centro. Y vamos para allá.
Lo siento a la derecha de Angélica y le ordeno un tequila blanco doble. También una torta de pierna. Angélica está feliz. Le cuento la vida del más grande compositor mexicano de todos los tiempos. Algunas anécdotas. Particularidades de su música. De pronto se para al baño, y Revueltas me dice: Qué hermosa es esta chica. Dile que la amo.
Cuando Angélica regresa se lo digo. Se pone feliz. Me pide que me retire.
Y la obedezco.