Jaime Septién

Ya he tocado este tema. Pero, lejos de fatigarse, mis bienhechores de diversas partes del mundo, la mayoría situadas en África o en Asia, han seguido proponiéndome negocios fabulosos, alianzas impostergables, traslados de cuentas de maridos con cáncer terminal o con un deseo ardiente de ayudarme en mis labores caritativas. Me conocen tan bien, me tienen tan en su radar, que no saben si soy señor o señora…
La última (diez minutos antes de escribir esta colaboración) fue la de un capitán (¿de qué ejército?, supongo que de las fuerzas armadas estadounidenses) que sirve en Afganistán. Me explica, brevemente, que tienen en su poder fondos que desea sacar de Medio Oriente. ¿Por qué? ¿De qué tamaño son esos fondos. No me lo dice, pero debo suponer que son cuantiosos pues, acto seguido, subraya que la cuestión más importante de todas es si puede confiar en mí. ¿Confiar en mí? ¿Cómo para qué?
He aquí la propuesta: una vez que los fondos hayan sido transferidos a mi cuenta, yo podría quedarme con treinta por ciento del dinero y el resto guardárselo al capitán y a sus amigos. La parte que me corresponde es el fruto de mi trabajo para encontrar un lugar seguro, el cual pueda servir de receptor al resto del dinero; una especie de paraíso fiscal en el que los muchachos del Tercer Batallón de Soporte de Brigada en Afganistán puedan gozarlo en su retiro. Sin las molestias del fisco.
El proyecto de inversión del capitán termina diciendo que si estoy interesado, el propio capitán me daría todos los detalles del caso. Evidentemente, debo mandar un correo de contacto, mi cuenta bancaria, etcétera. Quizás este recado (que mi computadora manda a la bandeja de “correo no deseado” de forma automática) le haya llegado a un millón de personas. Calculo que uno de cada cien mil puede haber seguido el juego. Son diez cautivos gratuitos. El dinero fácil enloquece a muchos. Y eso lo saben muy bien estos capitanes, viudas, banqueros con cáncer, corredores de bolsa del Gabón: a que haya hombres y mujeres desesperados, tratando de ganar con un golpe de suerte. Internet se ha vuelto una jungla no apta para inocentes. Lo mejor es usar la red a nuestro favor. Y no creer en ninguna de sus “ofertas”.