Federico Patán
Todo libro nace al menos con un propósito, aquel que en él puso el autor. Una de las tareas que al lector le corresponden es dialogar con ese propósito, sea para cuestionarlo, sea para mantener un acuerdo parcial, sea para coincidir con las ideas expresadas. Hace poco más de un mes me invitaron a presentar un libro, éste que sirve de base a mi nota. Gracias a esa invitación supe que Raquel Serur había coordinado una serie de piezas críticas, libro cuyo título me intrigó: La excentricidad del texto. Venía éste acompañado de un subtítulo: “El carácter poético del Nuevo catecismo para indios remisos”
Desde luego, Carlos Monsiváis, uno de los cronistas más destacados de nuestra literatura. Y digo bien, cronistas. La capacidad de comentario y de crítica que Monsiváis tenía parecía inigualable. Sin embargo, me decía, debe haber por ahí una parcela dejada virgen por este escritor. No hay escritor que lo abarque todo en cuestión de géneros. Se diría que Raquel me había escuchado, pues transitando ya por las páginas de esta antología me encontré con las siguientes líneas, que me llegaron mediante una de las 16 puertas de acceso al edificio: “Ya en otra ocasión he tratado de demostrar cómo sus Escenas de pudor y liviandad se valen de los recursos de la novela”, lo cual los elimina de ser novela. Más Carmen Galindo, autora de esto que he citado, agrega casi enseguida que Nuevo catecismo para indios remisos es “la única de sus obras que pertenece a un género literario con todas las de la ley, el cuento.” Con tal afirmación Carmen me ponía en plena temática de la antología armada por Raquel. Es decir, examinar críticamente la presencia de elementos o géneros narrativos en la extensa obra del autor.
Para lo cual se armó un edificio con entradas suficientes para que cada uno de los participantes expresara su pensar. Es decir, nos hiciera ver cuál era la lectura que proponía del material pertinente. De esta manera, y a su vez, el lector pondría en funcionamiento su derecho a opinar. En mi caso particular primero interrogué al índice, preguntándole que me ofrecía. Descubrí que los autores pertenecían todos al campo de la literatura, bien que se distinguieran en él por lo particular de su oficio. Los hay cabalmente dedicados a cuestiones académicas (Jean Franco, Sara Pott Herrera, la propia Raquel), al campo del ensayo (Adolfo Castañón), al ensayo y a la narrativa (Margo Glantz, Sergio Pitol), a la poesía (Juan Gelman), al periodismo (Rafael Barajas). Cierran la antología dos entrevistas hechas a Monsiváis, una por Elena Poniatowska y la segunda por Álvaro Matus.
Enterado ya de cual era el propósito de la antología, hube de decidir cómo leerla. Es decir, en qué orden. Dos había. Obedecer el consejo implícito en el índice u ordenar el material de acuerdo con la relación que mantuviera yo con los colaboradores. Tomara la decisión que tomara, las dos entrevistas quedarían para el cierre del volumen, puesto que dos voces se daban en cada una de ellas, mientras que en los textos de autoría única una sola voz era la dominante. Llevado de mi respeto por Raquel, me atuve a la arquitectura que proponía en esta nítida antología.
Salí de esta lectura enriquecido en varios sentidos, el principal respecto a la figura de Monsiváis. No quiero decir con esto que necesitara de la antología para convencerme de la importancia del autor estudiado. Me refiero al enriquecimiento que por vía doble se dio en mí. El primero fue que llené varios huecos que respecto a Carlos existían en el mapa que de él he venido trazando y, segundo, la galería de retratos constituida por los ensayos, que enriquecieron mi conocimiento de los participantes. A la vez, comparar los sistemas de información expuestos en cada texto, ya que la idea sustentadora de la antología era profundizar en uno de los aspectos menos atendidos por la crítica: la escritura de ficción por parte de Monsiváis. Como bien dice Raquel en la “Introducción”, queda como asignatura pendiente la relación de los textos con ciertos grabados de Francisco Toledo.
Fue idea del propio Monsiváis el reforzar la presencia de los estudios que componen esta antología con el marco de referencia literaria de “cuatro parábolas catequistas”. A partir de allí el lector va transitando por una serie de propuestas, cada una de las cuales traza una imagen del autor estudiado. Digamos que la antología equivale a una galería de retratos del escritor que, partiendo de un tema único, propone muy distintas maneras de abordarlo. Como, por fortuna, es inevitable, cada participante tiene su manera de abordar a Monsiváis. Escuchemos, por ejemplo, a Adolfo Castañón, quien asegura que el libro motivo de estudio “es como la subterránea cripta ardiente dentro de la capilla de la crónica y el atrio del ensayo. Se trata de un texto híbrido en el que se funden la ficción y la teología, la fábula y la apología, la sátira y la homilía edificante”, sugerencia lo bastante complicada como para mantenernos ocupados un buen rato.
Citaré otra voz, la de Linda Egan, quien me informa que “la mayoría de estos textitos son fábulas, breves relatos alegóricos que son descendientes reconocibles de la tradición medieval de un don Juan Manuel”. ¿Me equivoco en percibir aquí el trabajo de una formación académica? O propongo a manera de enigma lo siguiente: “Y sólo en 1938 se movieron los Cielos como sacudidos por un sismo y apareció Carlos Monsiváis. Fue en México, D.F…”, texto donde se hace un claro homenaje a Monsiváis mediante el nada fácil recurso de hacerlo personaje central de una breve parábola. ¿El autor? Juan Gelman. ¿Y qué decir de la siguiente cita? “El Rey de las Tinieblas contempló satisfecho a su engendro y lo bautizó con un nombre impío que rescató de una antigua fábula narcosatánica, un apelativo que, al ser pronunciado es menester hacer el signo de la cruz: Carlos Monsiváis”, en el cual ocurre el mismo procedimiento que en la cita anterior: homenajear al autor haciéndolo protagonista de un texto parecido a los que él producía. Doy el nombre de quien escribió esta parábola: El Fisgón, también conocido como Rafael Barajas.
Pero entonces esta sucesión de nombres me detiene porque, en recibiendo el libro, lo clasifiqué sin más como un producto del mundo universitario de la investigación académica. Luego vino la lectura y, con ella, el cambio de opinión: el libro era un homenaje a Carlos Monsiváis y, en tanto que homenaje, bien hizo Raquel en combinar textos distintos que de distintos puntos de vista iban creando la imagen de un autor cuya valía nadie pone en duda, bien que será necesario afinarla en alguna de sus presencias.
El libro incluye en los textos de presentación una serie de precisiones muy pertinente, ya que no solo informan del origen del proyecto, sino de las modificaciones que hubo de aceptar a causa de circunstancias muy tristes. Pero aquí tenemos el resultado de ese empeño: una selección de textos que, con procedimientos escriturales distintos, agrega un ladrillo más a esa casa en perpetua construcción que es la literatura mexicana.