El varón vale socialmente por lo que
hace; la mujer por lo que es.
José Ortega y Gasset

Salvador Abascal Carranza
(Segunda de tres partes)

Decíamos en la parte primera de este escrito, que el ser humano es un misterio y la mujer un misterio dentro de ese misterio. Afirma Píndaro, poeta y filósofo griego, que “el ser humano es el único ser que se hace lo que es”.
En efecto, en cada ser humano que es concebido empieza ese difícil proceso de hacerse, por el que todos debemos pasar. Es decir, que siempre está en camino, en la construcción de sí mismo. Un perro no puede ser más perro o menos perro de lo que es; no es consciente de su “perrunidad”, ni el caballo de su “equinidad”. El ser humano puede humanizarse o deshumanizarse. La educación no es otra cosa que un proceso permanente de humanización.
Al nacer, el hombre o la mujer llegan a un mundo que ha sido vivido miles de millones de veces; sin embargo, él o ella tendrán que recorrer ese mundo, ya viejo, siempre por primera vez. Nadie podrá hacerlo por cada uno de los que vivimos. No hay suplentes. La tarea y responsabilidad de vivir son estrictamente personales, pero no podemos cumplirlas sin el acompañamiento de los demás. Somos con los demás, para bien o para mal, o no somos.
Del mundo exterior recibimos la información que nos forma o nos deforma, que facilita o entorpece la comprensión del mundo interior. Los caminos de la vida interior han de transitarse siempre por vez primera. Afuera, en cambio, nos encontramos con rutas ya trazadas que no siempre son las mejor orientadas ni las más propicias para un armonioso desarrollo material y espiritual. El bebé que hoy está naciendo, se encuentra con una realidad circundante a la que, con la debida ayuda, se adaptará con relativa facilidad. De hecho, si se le proporcionan los instrumentos adecuados, en poco tiempo dominará las bases de los principales avances tecnológicos. No pasa lo mismo con el desarrollo del espíritu. Cada ser humano, hombre o mujer, tiene que enfrentarse a los mismos retos, a los mismos conflictos, a los mismos obstáculos, a las mismas tentaciones. Se tropezará con las mismas piedras; se encontrará con los mismos retos emocionales, intelectuales y morales. Todo es viejo y todo es nuevo. Para quien apenas se abre a la vida todo es nuevo. Aun para el más anciano, cada día es nuevo, cada minuto es distinto… a condición de abrirse a esa realidad que nos invita a vivir la gran aventura de conocer, de ser y de amar. En cada ser humano se renueva y se resume la humanidad completa.
Es este un buen punto de partida para tratar de entender la realidad de las mujeres de hoy, pero también para intentar atisbar su futuro. Estoy consciente del muy peligroso terreno en el que me estoy arriesgando. En todo caso, en mi descargo, es ésta una visión masculina (no podría ser de otra manera) que solamente pretende dar una luz, por pequeña que sea, sobre este fascinante tema.
Para empezar, la mujer es una realidad indefinible. Tarde o temprano, los hombres experimentamos la extraña sensación de encontrarnos en la mujer frente a lo que no se puede comprender intelectualmente, porque se resiste a la racionalización esquemática de la lógica masculina. Y es que el lenguaje se rinde cuando se le pide que defina lo que, desde la argumentación lógica de un varón, es indefinible. Esto explica en mucho —pero no justifica— la actitud machista que no es otra cosa que el intento del varón para reducir a la mujer a términos que él pueda comprender para dominar. La verdad es que en muchos aspectos la mujer es lo radicalmente otro para el varón. Lo anterior no quiere decir que la mujer no pueda dominar la argumentación lógica propia de todo ser humano. En tratándose de esa lógica matemática, aristotélica, leibniziana o la que se quiera, la mujer es tan capaz de dominarla tanto o más que el varón. Lo que sucede es que la mujer, además de que es universal, tiene su propia lógica, que tiene que ver con su manera de ver y construir el mundo.
En este orden de ideas, no debe sorprendernos que muchos varones piensen que la diferencia entre los sexos se reduce a esa complementación biológica, que la naturaleza ha dispuesto para la preservación de la especie pero que, en todo lo demás, existe una igualdad absoluta. De buena fe, hay hombres y mujeres que piensan que el problema de la desigualdad se resuelve mediante ingeniosas ecuaciones sociales, en términos de igualdad de oportunidades o de igualación y estandarización de tareas y desempeños. Está bien, en principio, pero es absolutamente insuficiente. Tan insuficiente, que la fórmula conlleva el peligro de convertir la relación hombre-mujer en un mercado de cuotas y de “roles”. La trampa consiste en que, en vez de reconocerle a la mujer el lugar que debe ocupar en la sociedad, el varón se lo vende, a cambio de que entre en el juego masculino de la lucha por el poder. En este juego, el varón casi siempre lleva las de ganar. El lugar de la mujer, cuando es preconcebido por el varón, significa un espacio reservado a ella por él, no un lugar que es el de la mujer, sin necesidad de graciosa concesión alguna. Tampoco es un contrato de prestación de servicios (¿quién no se acuerda del penosísimo asunto de las juanitas?
La transformación del papel histórico de la mujer tiene que pasar —y ha pasado en muchos casos, pero no los suficientes— por la toma de conciencia de su carácter, en un intento por definir, desde ella misma, su propia esencia. La mujer es el lugar de transgresión de los conceptos impuestos por el varón. Entiendo por transgresión en la mujer aquello que es superación de lo estrictamente racional y esquemático. Si se le da la oportunidad —de ahí la formidable tarea educativa que nos espera—, ella sabrá romper los paradigmas masculinos, especialmente los machistas, porque ella es lo otro de la lógica masculina. Ella es la alteridad, pero esta maravillosa alteridad ha sido interpretada como amenaza y no como promesa de plenitud. Cada mujer que nace debe ser vista así, como una nueva y extraordinaria promesa para completar el mundo. Ejemplos abundan en la historia: Juana de Arco, Isabel la Católica, Isabel I de Inglaterra, Edith Stein, María Curie, Margaret Thatcher, Angela Merkel, la Madre Teresa de Calcuta.
Los únicos elementos que el varón conoce de la mujer, son aquellos que lindan con él mismo, con su frontera y que no le dan más que indicios sobre la verdadera esencia de ella. La vanidad masculina de querer conocer a la mujer desde las estructuras de lo conceptuable, nos ha hecho construir un mundo al que pertenece la mujer, ciertamente, pero en un aspecto muy limitado. Ensanchar ese mundo es tarea de la mujer, tarea que no debe imponer el varón sino imponerse ella misma.
Lo femenino, en efecto, apunta hacia lo otro en sí, hacia la distinción. Distinción respecto del varón, que no se reduce a la diferencia sexual, sino a su extraordinaria potencialidad para completar el mundo. En la mujer se encuentra, todavía sin desarrollar, mucha de esa riqueza que le ha hecho falta al mundo; a este mundo tan atormentado por la violencia, por la corrupción, por la ausencia del sentido de la vida, del amor y de la trascendencia.