Creciente malestar popular

Bernardo González Solano

El poeta griego Focílides de Mileto (que nació alrededor del año 560 a.C.), legó una frase que tiene plena validez en la segunda década del siglo XXI: “El pueblo, el fuego y el agua son fuerzas que no pueden ser domados nunca”. Si alguien lo duda que lea lo que ha sucedido en las últimas semanas en muchas partes del mundo.

Y si Dilma Rousseff, presidenta de Brasil, creía que a los brasileños lo único que les interesaba era el patético futbol, ahora sabe que estaba muy equivocada, pues las últimas dos semanas (y lo que falta), desde el jueves 6 hasta el momento de escribir este reportaje, le desmostraron que el poder queda desnudo y sin mayores posibilidades ante el creciente descontento popular. En Turquía y en Túnez, por lo menos, han recibido la misma lección.

“Los oigo”, dijo Rousseff

Para Rousseff era urgente dar pasos en firme para atender las demandas de los manifestantes. No obstante, su voz sonó patética cuando murmuró: “los oigo”, por lo mismo, en el palacio de Planalto (sede del Ejecutivo en Brasilia), el lunes 24, ante los 27 gobernadores del país y los 26 alcaldes de las principales ciudades brasileñas, y algunos representantes del Movimento Passe Livre —organización que consiguió anular o regular el precio de los boletos del transporte público—, la sucesora de Lula propuso una consulta popular para una reforma política en el país; luchar contra la corrupción; mejorar el transporte público (uno de los más caros y peores del mundo); traer miles de médicos del extranjero para mejorar la atención sanitaria; respecto a la educación, pedirá al Congreso le autorice el 100% de las regalías petroleras para dedicarlas a este importantísimo rubro; en fin, cinco pactos a favor de Brasil. Nadie sabe si la receta presidencial llegaría a tiempo. Las raíces del descontento popular brasileño son más profundas que el aumento de la tarifa del transporte público.

A la reunión de Planalto (Palacio de la Meseta), sede del Poder Ejecutivo del Gobierno Central de Brasil, construido por el famoso arquitecto comunista recientemente fallecido a los 105 años de edad, Oscar Ribeiro de Almeida Niemeyer Soares (Río de Janeiro, 1907-2012), llegaron la mayoría de los gobernadores y alcaldes brasileños con más quejas que soluciones. Ellos también sufren las consecuencias de una economía que crecía a una tasa de 7.5% del PIB en 2010, y bajó al 2.7% en 2011 y continuó la caída a 0.9% en 2012.

En este contexto, continuarán las manifestaciones callejeras. Además, han aumentado los muertos en los enfrentamientos de las ciudades brasileñas.

Las protestas se dirigen al gobierno central y a la presidenta, pero Rousseff es la cabeza visible a la cual se dirigen las quejas. Y exigen medidas inmediatas, pero no todas pueden tomarse de repente.

Para el gobernador de Bahía, Jacques Wagner, también del Partido de los Trabajadores, las inversiones en obras de movilidad urbana no resuelven el descontento de la calle. “Las obras demoran unos tres años para terminarse”, dice el periódico O Globo.

En Brasil, como en Turquía o en Túnez, al comienzo de las “primaveras árabes”, el conflicto partió de un incidente de apariencia anodina. Sorprendió a todos y expresó un movimiento social profundo, al que las instituciones parecen incapaces de responder.

Algunos editoriales periodísticos explican que estas estallidos de cólera tienen en común que surgen en países que en los últimos años han conocido un progreso económico indiscutible. Son espontáneos e intervienen fuera de los canales considerados los adecuados para enmarcar las reivindicaciones sociales. Ningún dirigente, ninguna estructura toma el control, lo que los vuelve más difíciles de delimitar, y por lo tanto de satisfacer.

Protestas en torno a los estadios

Pese a la intervención y las medidas dictadas por Rousseff el pasado fin de semana —orientadas al diálogo y al reconocimiento de los actos de protesta—, las manifestaciones no cesan, aunque es verdad que han disminuido los contingentes. La presencia de los manifestantes se ha dado alrededor de los dos estadios donde se desarrollaron los encuentros de la Copa Confederaciones. En Belo Horizonte (estado de Minas Gerais), alrededor de 70 mil personas se manifestaron el sábado 22 de junio y 19 personas fueron arrestadas durante el juego Japón contra México. Algo similar sucedió, aunque en menor medida, en Salvador de Bahía mientras se desarrollaba el encuentro entre Brasil e Italia.

En Río de Janeiro sigue establecido el “campamento” frente al inmueble del gobernador Sergio Cabral, en el lujoso barrio de Leblon. Por la mañana, llegan más manifestantes y por la noche una docena de carpas ocupan el espacio. “No nos parece bien que el gobernador no diga ni media palabra sobre la violencia de la policía y sea incapaz de proponer una agenda política”, explica uno de los militantes.

El ministro del Interior del estado, José Mariano Beltrame, es también el blanco de los manifestantes: porque estimó que el ejército podría ser convocado como refuerzo si las protestas continúan. El domingo 23 de junio, las ciudades de Río de Janeiro y de Sao Paulo recibieron un número consecuente de manifestantes, en cada lugar con diferentes consignas.

Por su parte, el Movimento Passe Livre que se retiró para oponerse a la “recuperación política”, convocó a una nueva manifestación que se llevaría a cabo el martes 25 de junio. En su página Facebook, exige que “el presupuesto para la Copa del Mundo se reoriente hacia los servicios públicos, en particular para obtener la gratuidad de los transportes públicos”. Los sindicatos, que han guardado una presencia discreta en las manifestaciones, anunciaron una huelga general para el jueves 27. Antonio Ferreira de Barros, de la central de metalúrgicos de Sao Paulo, declaró: “Entramos en el movimiento para exigir más inversiones en la salud, la educación, pero también un aumento de los salarios que enfrente la inflación”.

Apoyo popular al movimiento social

De acuerdo a dos sondeos de opinión, una mayoría de los brasileños continúan apoyando el movimiento de protesta después de la intervención de la presidenta Rousseff, pese a los cuatro muertos y a un creciente número de heridos. Un estudio del periódico Folha de Sao Paulo demuestra que el 66% de las personas interrogadas en la ciudad paulista consideran que el movimiento debe continuar, contra 34% que piensan que habría que esperar el resultado de la consulta entre los líderes del movimiento y el gobierno.

Un resultado similar publicó el semanario Epoca, según el cual el 75% de los interrogados se declararon favorables a la continuación del movimiento. No obstante, solo el 6% de los interrogados habían tomado parte en las manifestaciones, pero un 34% aseguran que se manifestaran durante la semana que corre. Una noticia positiva de la encuesta hecha por la revista citada, es que el 69% se declararon satisfechos de su vida, y el 43% manifiestan su confianza en el futuro de Brasil.

Aunque el nivel de aceptación de la presidenta Rousseff ha bajado en un 8%, todavía cuenta con mucha simpatía popular, pero Río de Janeiro, Sao Paulo y decenas más, los manifestantes portan cartones pintados a mano —en la época del Facebook—, con consignas de todo tipo, sin dirección fija: “la corrupción ahoga a Brasil”, “derechos para los gays”, “otra Constitución”, “menos estadios y más escuelas”, etcétera, etcétera.

Lo raro del caso es que en las pancartas ya no aparece ninguna mención al alza del precio del Metro y el autobús, de 3 a 3.20 reales.

En fin, nada de la historia reciente de Brasil puede compararse a estas manifestaciones ciudadanas —casi ni las que se realizaron en 1992, para exigir la destitución del corrupto presidente Fernando Collor de Mello—; Iuri Pita, periodista del periódico conservador del estado de Sao Paulo, reflexiona: “Cada día el movimiento toma una nueva dirección. De hecho, los brasileños no sabemos lo que sucede… Paradójicamente, la represión policiaca del 13 de junio puso el fuego a la pólvora… Las manifestaciones se amplificaron hasta alcanzar más de un millón de personas en todo el país… No se sabe a dónde nos dirigimos”…

El hecho es que desde el 6 de junio, hasta el momento de escribir este reportaje, Brasil lleva veinte días de disturbios, con muertos y heridos. Nadie sabe cuándo terminarán las manifestaciones. México debería poner sus barbas a remojar.