Jaime Septién
(Primera de dos partes)
Una de las cuestiones inobjetables que surgen cuando uno se asoma a la política mexicana es la degradación brutal del lenguaje. En aras de vender al candidato, a la coalición, al partido, se llega a construir un castillo de arena, en el que nada tiene significado, o si lo tiene, es puramente político, es decir, engañoso.
Donde mejor se contempla esta imposición de la política al lenguaje es en los eslóganes mediante los cuales “se identifica” una acción de gobierno. La lista es interminable. Baste recordar aquél “Arriba y adelante” de Luis Echeverría Álvarez (presidente de 1970 a 1976); “Juntos lo hacemos mejor”, de José López Portillo (1976-1982) para que a muchos mexicanos les vuelva la amargura de un par de regímenes despilfarradores, autoritarios, uno que postró al país en la nebulosa del tercermundismo y el otro en el horror económico de la devaluación y la “administración de la abundancia”. Sin embargo, ninguno tan inquietante como el lema de campaña del priista veracruzano Fernando López Arias (1962-1968), que después retomó el príncipe de la política, Fernando Gutiérrez Barrios: “Contra Veracruz, nunca tendremos razón”. Absolutamente inobjetable.
El lenguaje se convierte en un instrumento de poder cuando al otro no se le habla con la verdad, cuando lo que importa es algo distinto a la verdad. Se hace al otro desigual, se le sitúa en un plano desigual: se le trata como objeto “para que haga una cosa que yo quiero que haga” (que vote por mí, que crea en mi movimiento, que compre mi producto, que se mueva hacia una dirección, que se quede quieto, que confíe…).
Los eslóganes propagandísticos antes mencionados —y muchos más que no cabrían en este artículo— adulan al interlocutor (al pueblo) para agradarlo y para manipularlo. Que no conozca la verdad (de las corruptelas, los latrocinios, los intereses alejados de él) y que “compre” una ilusión. Al rato se va a sentir más a su gusto dentro de la ilusión que dentro de la verdad. Cuando esto sucede, cuando el lenguaje usa palabras para comunicar ficciones y no realidades, la sofística habrá triunfado; se habrá producido lo que Platón llamó “una imagen engañosa de la política”.
La degradación del poder político coincide, según lo podemos entender, con la corrupción sofística de las palabras. Son usadas para una comunicación que no está referida a la realidad. Para una comunicación que no es comunicación, sino palanca para exaltar la nada.


