Jaime Septién
(Segunda y última parte)

El poder del lenguaje político consiste en desfigurar la realidad para convertirla en un espacio “por construir”; es decir, un espacio donde solamente el poder personal del que gobierna es capaz de modificarlo. De ahí la exigencia de la adhesión al líder, al que “sabe cómo hacerlo”.
Así —siguiendo al Platón del Georgias— la peor destrucción de la realidad política es hacer de la realidad pública un espacio irreconocible para la gente (es decir, un espacio en el que “tiene que vivir mejor”, aunque no sepa por qué). El sofista, finalmente, fabrica una realidad ficticia “cuando, conforme a las reglas del lenguaje de unos medios de comunicación políticos o ideológicos, se crean objetos y motivos a discreción, destinados a despertar entusiasmos y, sobre todo, enojo y odio” (Josef Pieper).
Los partidos políticos han acelerado el poder corruptor del lenguaje en México, haciendo creer que democracia es sinónimo de la tiranía de muchos. Que democracia es cualquier cosa que se elija por la dictadura del consenso. En fin, que democracia y verdad no son sinónimos sino antónimos, por eso no avanzan en la vida pública y en la defensa que de ella pudiere hacer la ciudadanía (no es gratuito que la confianza de la gente en el Instituto Federal Electoral haya caído a mínimos históricos después de exonerar al PRI y al PAN, por ejemplo, de haber superado topes de gastos de campaña: ¿quién les puede creer a los consejeros del Instituto?).
En el ensayo “Cómo se pierden las democracias”, publicado en la revista Letras Libres (febrero de 2013), Julio Hubard, comentando el libro de Mogens Herman Hansen, The athenian democracy in the age of Demosthenes (University of Oklahoma Press, 1999) afirma que “la democracia es una estructura no de piedras sino de palabras —del uso de la palabra y de la voz: el diálogo, el debate, el discurso—, y no sólo su enunciación sino su escucha”. Y más adelante sostiene: “Las democracias nacen, viven y mueren con el uso de la voz. La voz posibilita a la democracia. Discurrir es el vehículo de la participación política, y sólo se sostiene cuando quien habla se asume como semejante a los otros (por más que en Atenas los semejantes fueran sólo los varones hijos de griegos; ni extranjeros, ni mujeres) y en igualdad de condiciones. Todo aquél que es interpelado, debe ser capaz de debatir. La diferencia está en dos cosas, igualmente importantes: en que diga la verdad y en el modo en que la diga (puedo ser claro, seductor, imaginativo, o seco, retorcido, confuso). La lógica de mi discurso es tan importante como la ‘capacidad de conmover (Aristóteles) de mi discurso’”.
Dicho de manera escueta, a la democracia le hace un daño inmenso la incapacidad de los partidos y de los políticos de promover la verdad. Y de los ciudadanos para exigirla. La perversión del lenguaje y su distanciamiento de la verdad le son más perjudiciales a la democracia que el mismo hecho de la violencia o la pobreza.
Charles Maurice Talleyrand-Périgord, primer príncipe de Bénévent, acuñó aquella frase de que “el lenguaje existe para ocultar los pensamientos”. Puede ser. Pero quien, de plano, encontró el quid de la cuestión del lenguaje político mexicano —y la degradación de nuestra democracia que se nos ha quedado adulta en el presupuesto e infante en su capacidad de transformar a la ciudad— fue el filósofo danés Sören Kierkegaard, al declarar que “mucha gente se sirve del lenguaje para ocultar el hecho de que carece de pensamientos”.