El sábado pasado, Marcelo Ebrard, el exjefe de Gobierno del Distrito Federal, presentó ante el público mexicano el segundo acto de una obra de teatro titulada Movimiento Progresista.
Digo que se trata del segundo acto porque el primero fue representado por Manuel Camacho Solís, padre político de Ebrard, cuando junto con varios senadores del PRD y del PAN dieron a conocer su iniciativa sobre reforma política.
Una reforma cuyo eje central es —como lo dijo el mismo Camacho— “transitar de un régimen presidencial a uno semiparlamentario”.
Si esta propuesta viniera verdaderamente de un demócrata, aplaudiríamos la idea. Sin embargo, todo México sabe que Camacho Solís no ha practicado precisamente la democracia.
La estrategia, más que abonar a favor de un sistema político de equilibrios, tiene como objetivo volver a tener un papel protagónico en un escenario y en un momento en el que la discusión sobre la reforma energética va a concentrar todos los reflectores.
El debate sobre ésa y otras reformas estructurales, como la hacendaria y la fiscal, va a coincidir con los cambios de dirigencia, tanto en el PRD como en el PAN.
El petróleo, entonces, está por convertirse en el proscenio que utilizarán derecha e izquierda para hacerse notar.
Ésa es la razón por la cual Ebrard —después de haber permanecido en relativo silencio desde que dejó la Jefatura de Gobierno hace siete meses— sale a escena para presentar su Movimiento Progresista con la supuesta intención de “unificar la izquierda”, impedir, ¡faltaba más!, la privatización de Pemex y ser, por consiguiente, un contrapeso del gobierno.
En realidad, Camacho Solís y Ebrard reaparecen con un claro propósito: quedarse con el negocio político de la izquierda.
Es decir, para arrebatarle a los Chuchos el PRD, convertirse en cabezas del partido, presentarse en Los Pinos como válidos negociadores dentro del Pacto por México y convertir la izquierda en una fuerza inconsecuente con el gobierno de Enrique Peña Nieto para, desde ahí, buscar —caso Ebrard— la Presidencia de la República en 2018.
Recordemos que la semana pasada, Ebrard, René Bejarano y Alejandro Encinas le exigieron al presidente del PRD, Jesús Zambrano, “salirse del Pacto por México con el fin —dijeron— de que la izquierda recupere su papel opositor”.
Todo apunta a que durante los próximos meses seremos testigos, como nunca, de la petrolización de la política.
No vaya a apagar, lector, el monitor de su televisión o computadora porque habrá competencia de ¿héroes?, disputándose —en la arenga, en marchas y en el debate parlamentario— el primer lugar en posiciones de fuerza.
Sobra decir que estará ausente la inteligencia y la visión de Estado en la discusión. No habrá, en la oposición, nada nuevo en términos de contenido. Nada de fondo, y sí el reciclaje de la propaganda estigmatizadora que ya comenzó a preparar, desde Morena, Andrés Manuel López Obrador.
Las tribus van a tener como único propósito colgarse de un barril de petróleo para obtener los votos y disputar cargos en el interior de su órgano político. Dicho de otra forma, el PRD —para desgracia de México— ya petrolizó su elección interna.
Evidentemente, Ebrard y Camacho Solís no están pensando en las cifras que acaba de dar la Comisión Económica para América Latina y el Caribe sobre el dramático declive que ha tenido la producción de crudo en México; el mayor, por cierto, en las naciones petroleras de América Latina.
Fuera de acusar, señalar o amenazar, ambos personajes no le han dicho al país cómo convertir Pemex en una empresa rentable.
Ningún militante de la izquierda, excepto Cuauhtémoc Cárdenas, se ha ocupado con seriedad de la reforma. Los demás —los demás— se la pasan viviendo del cuento.