Carlos Olivares Baró

Las cosas del mundo están con nosotros y son extrañas. El polvo se posa sobre ellas, las envuelve, las guarece, las aprisiona en su caliza. Los objetos escapan de nuestra prueba: decir casa o árbol o muchacha o deseo o muerte sólo es eso, enunciación: ¿el ánima habita en lo expresado? ¿El que conoce los nombres conoce también las cosas? Platón y su coloquio entre Cratilo, quien defiende el significado como algo que viene dado de forma natural en el objeto, y Hermógenes propugnador de la arbitrariedad entre nombre (significante) y cosa (significado) que, siglos después, Saussure precisa en su axiomática tesis del signo lingüístico.
La conjetura de Borges: “Si (como el griego afirma en el Cratilo) / El nombre es arquetipo de la cosa, / En las letras de rosa está la rosa / Y todo el Nilo en la palabra Nilo” // Y hecho de consonantes y vocales, / Habrá un terrible Nombre, que la esencia / cifre de Dios y que la Omnipotencia / Guarde en letras y sílabas cabales”, en El Golem advierte del trecho entre locución y mundo. Sobrenaturaleza (Pascal/Lezama): poiesis (hacer). El lenguaje crea mundos, sugiere Heidegger.
Todo ajeno, de Natalia Litvinova (Gómel, Bielo­rrusia, 1986), glosa, con insinuadoras conjunciones, los intervalos existentes entre extrañeza y espejismo. La existencia: eco en el que respira la indolencia, y se cobija la usurpación. Nada pertenece al hombre: todo es simétrico desde el celaje. “El nombre del gato es gato. Ajeno como todo lo que es mío. / ¿Cómo explicarle esto? La intimidad se fuga con las palabras”.
Ocupamos el territorio de lo que ya dejó de ser. ¿Realidad? Todo se derrite en los atisbos de la mirada. Los ojos carcomen el mundo. La luz enceguece. Quizá, sea la noche una oportunidad que Dios pone frente a los hombres para que descubran los trames del infinito y sus extravíos. “Escribo para no dormir. Cuando siento que mi cabeza / se desinfla como un globo, cierro los ojos. / Repaso este sueño: pongo un ramo de lirios / debajo de una pareja de alces. Después hago del ramo / una corona en mi frente. Desciendo al río. Me sumerjo. / La corona se va con la corriente. / No sé salir”. Primero el deseo que se acompasa en lo mortífero; después la devoción de extirpar “las fotos de los pájaros”, de tener hambre y acudir a la palabra para saciarla.
“El tiempo se rompe como un vaso. / Puedo juntarlo con las manos y admirar / el mundo en sus cristales rotos”: ciclo de iconografías escapadas de los resplandores de un acaso expuesto en la fuga. Los versos de Litvinova están untados de reflujos rimbaudianos y curvaturas retomadas de Verlaine: el cielo es una cifra: hay que encontrar la correspondencia entre cuerpo y sollozo, entre delirio y precipicio, entre ardor y espera. Habla poética po­bla­da de sinestesias que tributan a Ana Ajmátova. Si la poeta de Odessa suscribe su trayecto “hacia nunca, hacia ninguna parte, / como un tren sobre el abismo”, la joven trovadora de Bielorrusia confiesa “Me arqueo contra el espejo, la soledad excita. / Pronto se derrumbará esta casa y la alta hierba / cubrirá las ruinas”.
Designar aquello que se pretende: calar fondeaderos de incertidumbre. El amor, acuna un hormiguero de tajos: bobina que sustenta los cordeles: brújula de los viajes: “Cuando quise decir tu nombre / me nacieron flores en la boca. / Negras, con un centro de estrellas”.
Litvinova sabe muy bien que “Escribir es ir hacia la herida para curarla con veneno. / Los dioses lamen poemas y escupen oraciones. / Cuando no escribí encontré mi reflejo en el ojo ciego / de un caballo. Mi madre no ve las frases que tatué / en su vientre”. Cánticos recurrentes con los sacramentos de la franqueza. Tensión espiritual que se bifurca en frondas de un erotismo contiguo con la misericordia: “Sintió sus pechos como volcanes / y lo llamó para que lo comprobara. / Estoy preñada, le dijo mientras él los acariciaba. / Preñada, esa fue la palabra”. Todo ajeno: sacudida de sigilos que muerden suavemente al lector, bien adentro: en los amarraderos humedecidos por la perplejidad.