Moisés Saab
Manifestaciones, generadoras de víctimas fatales, una polarización en dos campos separados por un abismo y la aseveración del gobierno provisional de que el derrocamiento del presidente Mohamed Morsi carece de reversa, son las aristas salientes de la crisis egipcia.
A un mes de la defenestración incruenta manu militari del mandatario islamista, este país continúa en el foco de la atención por las características que rodean al hecho, las cuales han devenido material de estudio para académicos y políticos.
Unos dudan poco para calificar la remoción de Morsi de golpe militar; otros lo llaman «la tercera ola de la revolución», en referencia a la destitución del ex presidente Hosni Mubarak, la posterior ejecutoria de Morsi y los conflictos que generó y, ahora, la gestión de las autoridades interinas y las planeadas elecciones.
En el terreno, la realidad es más sencilla y los actores menos dados a las disquisiciones académicas: decenas de miles de partidarios de la Hermandad Musulmana (HM, islamistas) siguen acampados en los alrededores de la mezquita de Rabaa El Alawiya, en Ciudad Nasser, un distrito de esta capital, y en la plaza An Nahda (Amanecer, en árabe) en la vecina provincia de Giza.
Son hombres, mujeres y niños en su inmensa mayoría de extracción muy humilde, traídos desde ciudades del interior del país, con una ciega lealtad a Morsi y los «ajuan», término vernáculo egipcio para identificar a los miembros de la HM.
Poco les importan los inconvenientes de dormir al raso, comer donde se pueda y carecer de las más elementales condiciones sanitarias: su vista está puesta en la consigna presentada por Mohamed Badie, el guía supremo de la rama egipcia de la HM: llevar en andas de regreso a Morsi al palacio presidencial, incluso al costo de la vida.
Pero esa fortaleza de convicción es su principal debilidad en un cuadro general que les resulta desfavorable: los residentes en la zona se han quejado de la aglomeración a las autoridades, las cuales, ni tardas ni perezosas, las han mencionado varias veces en sus advertencias de que los participantes en la vigilia deben dispersarse de manera pacífica.
Días atrás el ministro de Defensa y arquitecto de la deposición de Morsi, el general Abdel Fattah El Sisi, pidió y obtuvo lo que denominó «un mandato popular para enfrentar la violencia y el terrorismo», en alusión a los constantes choques entre leales y opositores al derrocado mandatario, en los cuales ha intervenido la Policía con saldo de alrededor de dos centenares de muertos.
Estimados oficiosos cifran en millones las personas que salieron a las calles para apoyar al general El Sisi, en la cresta de una ola de popularidad, y más de uno estaría dispuesto a votar por él en unas elecciones, una posibilidad que el ex jefe de la Inteligencia militar, la poderosa mujabarat, descarta de momento.
De nuevo el miércoles 31 de julio el gabinete interino emitió una advertencia a los participantes en las concentraciones islamistas para que retornen a sus hogares y anunció que el Ministerio del Interior fue encargado de dispersar la protesta de manera pacífica, un oxímoron vistas las circunstancias y el abismo que separa a los leales y los opositores del defenestrado mandatario.
En términos objetivos es evidente que la deposición del mandatario es un hecho consumado, reconocido como tal por la jefa de Relaciones Exteriores de la Unión Europea, Catherine Ashton, quien visitó dos veces esta capital en julio, el mes más cruel para los islamistas pues perdieron la presidencia y están en peligro de perder su status legal, lo cual los retrotraería a la situación anterior al derrocamiento de Mubarak.
Durante su primera visita la baronesa Ashton insistió sin éxito en entrevistarse con Morsi, detenido desde el pasado 3 de julio, pero lo logró en la segunda, e insistió en que debe ser liberado, aunque se abstuvo de siquiera insinuar su vuelta al poder.
En Washington, a pesar de ciertas reticencias en el Congreso, la opinión prevaleciente es que la HM no tiene posibilidades objetivas de retornar, lo cual explica el pragmatismo en su reconocimiento tácito de las nuevas autoridades. Aunque el gobierno estadounidense ha emitido varios llamados a la calma y expresado inquietud por las muertes de manifestantes sin que ello haya influido en la transferencia de la ayuda militar de mil 300 millones de dólares que concede a Egipto, excepción hecha de la posposición en la entrega de una escuadrilla de cazabombarderos F-16. Resulta evidente que, para la administración norteamericana, la divisa que se impone es «pragmatismo obliga» y Egipto, con todo y el caos, seguirá siendo una pieza clave en su estrategia levantina y para sustos con uno basta, contando a partir de la caída de Mubarak, no por inesperada, menos desastrosa para sus intereses.
Esa posición fue evidente desde la apresurada visita a esta capital del subsecretario de Estado William Burns la cual, para sintetizar, pasó sin pena ni gloria, aunque con algunas críticas a la embajadora estadounidense aquí, Anne Patterson, por tratar en medio de la efervescencia pre derrocamiento, de disuadir a los opositores para que dejaran de protestar contra Morsi y la HM.
Tras un mes de incertidumbres y guerra psicológica, entendiendo como tal las cuatro advertencias contra las manifestaciones islamistas y las réplicas de estos de que proseguirán acampados en Ciudad Nasser y en Giza, ahora los egipcios, ricos y, sobre todo los pobres y la clase media, están hartos de tensiones y lo que desean es reiniciar sus vidas.
Las alternativas para lograrlo son pocas: un retorno al poder de Morsi y la HM, cuyos errores en el ejercicio del poder fueron muchos y desgastadores, o el camino a la normalidad constitucional prometida por las autoridades interinas con el apoyo del Ejército para un plazo de entre seis y nueve meses.
Es más que probable que en un lapso brevísimo la disyuntiva quede definida, sin que ello garantice que reinará la paz.