Días de la ira

Bernardo González Solano

Si alguien creyó, el 3 de julio pasado que (sin eufemismos) el golpe de Estado militar que derrocó al legítimo presidente islamista egipcio —el primero en la historia moderna de ese país elegido por la vía del voto—, Mohamed Morsi, “algún día” restablecería la democracia en el país, esa persona no es crédula, más bien es idiota.

Desde el momento que los militares se hicieron cargo de la situación y nombraron un gobierno interino (pelele), se preveía el establecimiento del estado de emergencia con toque de queda nocturno en la capital y en varias provincias, y la posibilidad de matanza contra las huestes de los enfurecidos Hermanos Musulmanes. Ya sucedió así —los muertos (incluyendo soldados y policías) suman más de 900 y heridos más de cuatro mil— y apenas comienzan los enfrentamientos.

El general Abdel Fattah Al Sisi, líder de facto del “gobierno provisional”, aunque hay un primer ministro (jurisconsulto, por cierto) y sus cuadros muy pronto demostraron que no tienen ni el más mínimo interés en devolver la democracia a su país.

Por el contrario, la torpeza política y la brutal represión ordenada contra los islamistas ahora amenazan con causar el peor de los resultados en esta ya de por sí crítica situación: una sangrienta guerra civil. Como siempre, se podrá saber cuándo empieza, mas no cuándo terminará.

¿Culpables?

¿Culpables? Sin duda, los militares, pero los Hermanos Musulmanes también tienen mucha responsabilidad, no solo ahora, sino al llevar al poder a uno de los suyos —Morsi—, que quiso imponer un gobierno de tipo islámico en un país donde son mayoría, pero no la totalidad. Aun en el Oriente Medio, donde aún existen Estados teocráticos, la mezcla del poder civil y la religión es muy inestable, no se sabe cuando esta nitroglicerina puede estallar.

En Egipto, sin duda estalló, causando muchos daños colaterales, pues este país es el más poblado y el de mayor influencia en el mundo árabe. Asimismo, estratégicamente es el vecino más importante para Eretz Israel, que encubiertamente trata de que se mantengan en el poder los militares bajo el mando de Al Sisi. ¿Hasta cuándo? Hasta que sea necesario, aunque suene a posición cínica.

De tal suerte, el comandante de las Fuerzas Armadas egipcias y artífice del golpe de Estado hace 52 días, Al Sisi, advirtió el domingo 18 de agosto a los islamistas que no tolerará “la destrucción del país y su gente o el incendio de la nación”. En pocas palabras: el ejército, que tomó el control total del país, no aceptará más desafíos de los Hermanos Musulmanes. No habrá más “días de la ira” sin que la tropa actúe con contundencia.

Los militares no creen —obvio— haber caído en excesos en la represión a pesar de que han muerto “más de mil” personas, según dicen algunas fuentes periodísticas.

El también secretario de la Defensa justificó todas las cargas, pues con ellas el ejército “protegió la voluntad del pueblo”. Con las mismas razones se dio el  “golpe de Estado” que varias capitales occidentales “vieron” —más bien, “no vieron”— con otros ojos.

Así, se inició el rejuego de los balances mortales y de heridos. Los enfrentamientos callejeros entre las fuerzas del orden y los partidarios del expresidente Morsi originaron una guerra de cifras. El ministerio de Salud egipcio fijó el jueves 15 el “balance oficial” en 525 muertos y 3 mil 717 heridos.

Los muertos

Durante el asalto, 202 personas habrían muerto en la plaza Rabaa al-Adawiya, 87 en la plaza Nahda, 29 en el barrio sur de El Cairo, y 207 en otras ciudades del país. Oficialmente hubo 482 víctimas civiles, tres de ellos periodistas (incluyendo una mujer) y varias decenas de coptos quemados en el incendio de siete iglesias.

En el peor escenario que vive Egipto, los cristianos de la minoría copta están seguros de ser la víctima expiatoria de todas las violencias. Los islamistas los acusan de estar atrás del golpe de Estado. Los ataques a las iglesias y a las ciudades coptas se multiplicaron a lo largo del país. Estos actos de venganza islamista son el pan de todos los días de un Egipto empujado a la guerra civil por la intransigencia de todos.

La acusación se remonta al tiempo de Hosni Mubarak, cuando los cristianos fueron señalados de apoyar al dictador por los Hermanos Musulmanes, a la sazón en la clandestinidad. La persecución aumentó hace un año, con la elección de un miembro de la hermandad a la presidencia y la instauración de un régimen que pensaba acaparar el Estado para imponer a todos un gobierno islamista.

Ya que el papa copto Tawadros II se alineó al lado del general Sisi (con, hay que subrayarlo, el gran cheik de la universidad islámica de Al Azhar), el 3 de julio, día de la destitución de Morsi, los cristianos coptos estuvieron, más que nunca, en peligro.

Mientras el país se encamina a una probable guerra civil, algo funciona muy mal en la comunidad internacional que se permite el obsceno espectáculo de una matanza como la que perpetra el ejército egipcio sin apenas musitar unos confusos gemidos de protesta. Algo similar sucede con la guerra civil en Siria, donde los muertos ya suman más de 100 mil personas. ¿Acaso se pretende esperar que acontezca lo mismo en Egipto?

El papel de EU

Es urgente que la comunidad internacional presione a los militares egipcios —sobre todo Estados Unidos, para no variar, y la Unión Europea—, para exigir, ante todo, el cese de las matanzas, e inmediatamente el retorno a la normalidad y la liberación de los centenares de detenidos políticos pertenecientes a los Hermanos Musulmanes, empezando por el propio expresidente Morsi.

No hay duda que la Casa Blanca no actúa ya con la misma impetuosidad que lo hizo casi durante todo el siglo XX. Los tiempos y las economías mundiales son muy diferentes. Por tal razón, Barack Obama a veces parece un líder blandengue, inseguro, medroso de hundir a su país en otras aventuras bélicas de las que sería muy difícil salir. No es el Tío Sam castrense que caracterizaba a otros mandatarios estadounidenses. Así, la decisión de suspender las maniobras militares conjuntas —llamadas Bright Star 10— no tiene mas que un tinte simbólico, pero no revisar la ayuda anual de mil 500 millones de dólares, evidencia la difícil situación en la que ha puesto al gobierno de Obama la brutal represión realizada por el gobierno interino egipcio contra los manifestantes islamistas. Con su cauta reacción, Washington pretende mostrar su apoyo al “proceso democrático” en la antigua tierra de los faraones.

Aparte de la suspensión de las operaciones militares conjuntas —que se llevan a cabo desde 1980 y cuya anterior versión tuvo lugar en octubre de 2009 en la que tomaron parte fuerzas alemanas, paquistaníes y koweitíes; la edición 2012 se anuló a causa de la “primavera árabe”—, el 15 de agosto el presidente Obama rompió su ensordecedor silencio respecto a la represión de los manifestantes favorables a los Hermanos Musulmanes y amenazó con fuertes sanciones “si fuera necesario” e hizo un llamamiento para “levantar el estado de emergencia”, amén de apoyar el derecho de los egipcios a “manifestar pacíficamente” y ofreció condolencias públicas a las familias de las víctimas.

El principal mensaje del mandatario estadounidense fue que la cooperación entre los dos países “no podía continuar como de costumbre mientras que los civiles eran asesinados en las calles y sus derechos escarnecidos”.

Por su parte, el mandatario egipcio interino, Adli  Mansur, estimó que las palabras de Obama no hacían más “que reforzar a los grupos armados violentos y alentar sus métodos”. Una vez terminada su declaración, discretamente, Obama se dirigió a un campo vecino donde le esperaba otra partida de golf. Mientras, la violencia en Egipto no tiene para cuando terminar.