Gonzalo Valdés Medellín

Fallecido en Nueva York el 28 de septiembre de 2003, Elia Kazan fluctuó entre la genialidad y el oscurantismo. Director de teatro de grandes vuelos, a Kazan se deben muchas de las páginas más brillantes del teatro realista estadounidense, pónganse por ejemplo nada menos que dos de las piezas fundamentales de Tennesse Williams: La gata sobre el tejado de zinc caliente y la gran obra maestra: Un tranvía llamado Deseo que a la postre colocaría a Kazan dentro de la industria cinematográfica de Hollywood como uno de los cineastas de mayor vuelo lírico y penetración psicológica, características de una personalidad que se ostentaba, paradójicamente a cuanto se sabía y hablaba de él, como genial.
Ubicado en las antípodas de lo apreciativo, como un director de genio y ser humano políticamente deleznable, Elia Kazan (nacido en Estambul, en 1909), logró no obstante sobreponerse a todo aquello que lo señaló en la historia del siglo XX como un delator durante la cacería de brujas en el periodo macarthysta en Estados Unidos (contra el comunismo) y que lo mismo Lillian Hellman que Arthur Miller le reprocharon en sus obras. Pero hoy, luego de la llamada caída de las ideologías, tal vez eso debiera ser acallado. Tal vez, pero no olvidado, pues ahí están los sendos volúmenes autobiográficos de la dramaturga y narradora Hellman (Una mujer inacaba, Pentimento y, sobre todo, Tiempo de canallas); y, desde luego, la obra de Miller —acaso la más autobiográfica de su producción— donde además da cuenta de su trágico amor con Marylin Monroe, Después de la caída, llevada a escena, irónicamente, por el mismo Kazan, que ya había montado, a rango de excelencia, La muerte de un viajante del mismo Miller.
Novelista de notable altura, Kazan publicó, al menos cuatro novelas esenciales: América, América…, El hombre de Anatolia, Los asesinos y Actos de amor, aun cuando con El compromiso y El doble, fuese elogiado también por la crítica de manera unánime “Genio”, del cual brotarían otros filmes de célebre memoria marcados también por las mitológicas estrellas de su momento: James Dean en Al este del Edén, Marlon Brando en Un tranvía… Nido de ratas y Viva Zapata, Nathalie Wood en Esplendor en la hierba.
Y, si de obras maestras hay que hablar, la historia no tiene más remedio que reconocer en Un tranvía llamado Deseo a la obra cumbre de Elia Kazan, como es de su autor Tennesse Williams y lo fue tanto de la legendaria Jessica Tandy (quien encarnó a Blanche Dubois en escena) como de Vivien Leight quien la inmortalizó en el celuloide. Un tranvía llamado Deseo, vista hoy, patentiza no sólo la vigencia de la historia, sino del mismo Tennessee Williams como un autor que supo aventurarse e ir hacia lo alto de la cima del pensamiento contemporáneo para abrir brecha en la condicionada gama de fracturas, anhelos nunca saciados y malformaciones vivientes de la grandeza del espíritu humano. La sexualidad discernida, el sexo como amor y la búsqueda denodada del erotismo como plenitud de la vida era lo que Williams trazaba en Blanche Dubois; Kazan se hizo cómplice de esta cosmovisión y la engrandeció. Realizada en 1951, Kazan conjuntó para esta cinta a un elenco soberbio encabezado por los ya mencionados Leight y Brando, secundados por Kim Hunter y Karl Malden. La obra, nunca igualada ni aun en el mismo repertorio de Williams —muestra de la dramaturgia más elevada de la segunda mitad del siglo XX—, fue apreciada y atestiguada por el cinéfilo en toda su riqueza literaria y dramática; a gran literatura, enorme espectáculo y así fue.
Pero el espectáculo sacudía como un sobrecogedor testimonio humano y gnoseológico. Los personajes eran revelados por Kazan en los entresijos de su compleja condición humana, desde todas sus aristas. La soledad compulsiva de Blanche Dubois (una Leight electrizante y sensitiva, aun cuando mesurada en su acometer histriónico), el poder avasallador de lo débil, interpretado por Brando haciendo el Kowalsky bruto, inhumano) o la frágil figura que se encamina en medio del Mal y el Bien en tremenda batalla (según la fértil interpretación de Kim Hunter a Stella, hermana de Blanche), y todo aquello que conlleva el dolor amargo de la falta de personalización y la ausencia absoluta de valores en una convulsiva historia de amor, estremecedora, que no puede ser capturada por la realidad preexistente, Kazan lo tradujo con enorme valentía discernidora y expresiva para su tiempo, y un humanismo desbordado que, aun a la fecha, sigue aguantando —diríamos— la prueba del añejo. “¡Quiero fantasía, estoy harta del realismo!”. “Nunca he desconfiado de la bondad de los extraños”, son algunas de las frases del inolvidable personaje de Williams, que se clavan como dardos en la conciencia del espectador de todos los tiempos y que sólo un director como Kazan supo inmortalizar en una película conmovedora, como estrujantes resultan las actuaciones. Un tranvía llamado Deseo, será así, la exploración perfecta de esa necesidad de amar —siendo comprendido— que todo ser humano posee y que sociedades como la nuestra, metalizadas hasta el tuétano del neoliberalismo, no dejan vivir en plenitud.
Y ese es el legado más importante de Elia Kazan muerto a los noventa y cuatro años de edad, hace diez años. Lo oscuro de la personalidad política de Kazan hoy debe quedar en segundo plano, pues lo que brilla —aquí y ahora— es su genio artístico de incuestionable valor estético y de vigencia perenne. El genio del humanista, a pesar de sí mismo.