Víctor Toledo

Mi esposa rusa (apodada por sus amigos y compañeros la extraterreste, por sus hazañas laborales, artísticas y físicas), nunca va a la Iglesia, ni reza, pareciera atea, pero desde hace 7 años, cada 11 de diciembre, se va en bicicleta de Puebla a la Villa a pedirle a la Virgen de Guadalupe por su familia: Naturalizada hace mucho, realiza el rito más cabalmente que muchos de los mexicanos, y siempre que regresa me cuenta con gran entusiasmo su mística aventura y lo generoso (verbigracia: por todos lados obsequian bebidas y comida en abundancia a los peregrinos) y unido que se muestra el pueblo al grado de contagiarle ese espíritu cósmico de la fiesta sagrada, esa fusión mágica-religiosa colectiva que Malinowsky denominó maná, donde millones se vuelven uno y la fe realiza verdaderos milagros. Este año decidí acompañarla pues para mí la virgen de Guadalupe es una Tona, un nagual (un doble), un hada (un hado, destino, del hades), el espíritu de la diosa madre (Tonantzin: un verdadero espíritu de la tierra) el más auténtico y poderoso de América y quería ver ese ritual con mis propios ojos. Tonãntzin, del nahuatl “nuestra madre venerada”, “nuestra (to-) venerada (-tzin) madre (nãn-)”, es el nombre que designa a varias deidades aztecas, como Coatlicue y Cihuacoátl. Se utiliza igual que “Nuestra Señora” se usa para la Virgen María en el catolicismo y tiene como otra de sus caras (por Cihualcóatl y Coatlicue) a la Diosa Muerte (como protectora de ésta, de la muerte física), pues la serpiente es un símbolo del cielo y del inframundo, un símbolo hermético (de Hermes, el mensajero divino), del renacimiento, el máximo misterio.
Jacques Lafaye, identifica a Tonantzin como Cihuacóatl según las descripciones de Fray Bernardino de Sahagún: la refiere como la diosa principal azteca, “la llaman con el nombre de Tonantzi”. La serpiente con cabeza de mujer (como la ninfa Telfusa, serpiente-pitón, pitonisa griega, que dominaba la tierra y que Apolo —“Apolo Pitio”: dios solar como cristo— primero destruye y después venera, tomando de ella sus atributos oraculares y sabiduría: de ahí el Oráculo de Delfos, el gran santuario de peregrinación griego), la guía del inframundo, en su catábasis o viaje de revelación y renacimiento, de Quetzalcóatl, Tláloc y Huitzilopochtli: la santísima trinidad mexica. En otra interpretación el nombre surgió porque al obispo Juan de Zumárraga le era difícil pronunciar su nombre náhuatl, Coatlaxopeuh “la que pisa la serpiente de piedra” o “la que pisa la cabeza de la serpiente” (representada quizá por la luna en la virgen mexicana), y la llamó “La Virgen de Guadalupe” por asociación sonora (y quizá colora: morenas ambas).
Esta es la raíz del poderoso sincretismo con la Virgen de Guadalupe de Extremadura que Carlos V nombró emperatriz de la hispanidad (bajo su advocación morena —luminosa— se conquistó el Nuevo Mundo, mas esta conquista fue sobre todo la de la madre de una nueva cultura espiritual y una nación mestiza, una renovación universal del mito y el arquetipo original). Pero mientras la española se celebra en septiembre, la mexicana en diciembre —doce días antes del nacimiento de Cristo (doble doce), como número clave que representa un ciclo cósmico—, como la genetrix y anunciación de Dios. “En el mes decimoséptimo, títitl, se celebraba la fiesta de la diosa Illamatecutli, también llamada Tona (‘Nuestra madre’), sin duda una forma antigua de la diosa Cihualcóatl (la mujer serpiente), que más tarde fue venerada con el nombre de Tonantzin, la virgen milagrosa de Guadalupe”, dice Le Clézio en El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido. “La palabra títitl, significa estrechamiento, contracción (recordemos a la ninfa serpiente pitón). Su símbolo consta de dos o tres pedazos de madera atados con una cuerda de la que una mano tira fuertemente, para indicar, sin duda, la constricción causada por el frío. Este mes, según Sahagún, comprendía desde el 19 de diciembre hasta el 7 de enero y según Clavijero del 12 al 31 de enero” (Diccionario de la lengua Náhualt o mexicana, Siglo XXI). El día 12 o el cercano 19 coinciden casi con el nacimiento de la Virgen, el número 12 se abre en varios símbolos: 12 apóstoles, 12 frutos del Espíritu Santo y 12 estrellas que los representan, 12 horas diurnas y 12 nocturnas, 12 meses del año, 12 signos del Zodíaco, división perfecta del cielo, 12 puertas de la Jerusalén Celeste, 12 frutos del Árbol de la Vida, 12 tribus de Israel: número solar por excelencia, símbolo del orden cósmico, de la perfección y de la unidad. El mes doce de diciembre es la gruta oscura más helada y profunda, donde se cocina el “Sol invictus”. La resurrección inverna en el invierno, en el infierno (del latín inférnum o ínferus: “inferior, subterráneo”), el inframundo. La virgen se convierte en una deidad solar sobre la lunar (subterránea, helada, serpentina).
Es claro que la gruta es la puerta al inframundo y que las diosas, vírgenes o hadas aparecen en ella o en hondonadas (como la de Extremadura), siempre junto al agua: el líquido amniótico astral, lo que representa a la vagina de la Madre Tierra, de la Diosa Madre, que parece reflejar —en su infinito espejo sideral— el icono mariano. Y cuyos peregrinos este año ascendieron a seis millones trescientos mil, casi un millón más que el año pasado.
Este mítico culto es increíble, pero lo más increíble es cómo regresé vivo después de todo el día y parte de la noche en bicicleta y tres horas en la cola ahogado por un mar de arenas movedizas (donde yo era un grano de arena pero también era una estrella) y dramas infinitos para entrar. Por distintas razones nunca pude prepararme para este gran esfuerzo físico, verdadero sacrificio que exige gran lucidez para no volverse loco por lo agotador y doloroso. Y he ahí el primer milagro: sin ser deportista y tan flojo (pero ágil, dicen) como un gato, ya estoy en casa como si nada (reconociendo mi locura), como si no hubiera hecho el máximo esfuerzo físico y quizá mental, de mi vida (además es un viaje muy peligroso y las autoridades deben cuidar mucho más a los increíbles peregrinos). Ahora me siento más fuerte y capaz —en todos los sentidos—, que hace veinte años: ha sido un viaje de renacimiento.