Guillermo Schmidhuber de la Mora

Parar el tiempo y eternizar el instante parece haber sido el deseo dramático de Gonzalo Valdés Medellín. El morir de un suicida en un santiamén es alongado hasta abarcar una obra de teatro. La estatua asesinada sube a la escena el final de la vida de Xavier Villurrutia, el magno escritor mexicano que a sus 47 años se da su regalo de Navidad y la mañana del 25 de diciembre de 1950 decide acabar con su vida. ¿Por qué? Nadie lo supo y, acaso, ni él mismo. Simplemente, así pasó.
Esta pieza teatral no juega con el subterfugio dramático que afirma que al morir vemos toda la vida proyectada en la pantalla mental de nuestra conciencia. No, su autor recurre a otra forma de presentar el último de los instantes de Villaurrutia: si hubiera sido cineasta vería la película de su vida, pero al ser poeta debió vivir ese instante regido por su propia estructura mental, ésa que imprimía en su poesía:

Y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura…

Con las mismas letras construir palabras que se aglutinan con diferente estructura y con disímbola significación, como si las letras se prefirieran unas a otras, para luego unir otro rompecabezas de significados: voz, madura, quemadura, bosque y así hasta agotar los significantes. Con esta estructura que se desmiembra y se miembra, está construida la obra de teatro de Valdés Medellín. Al ir muriendo, Villaurrutia une sus temas predilectos con las presencias que tuvo en su vida. Sus tres temas
—amor, muerte, poesía— se encadenan y se dislocan, junto a las presencias de su amante Agustín Lazo, su amigo Salvador Novo, su discípulo el joven Octavio Paz; junto a apariciones anónimas que él mismo bautizaría de “ángeles”, encarnaciones de bocas, de cuerpos complacientes, de manos atrapadoras, de sexo. Todas presencias masculinas; ninguna madre, ninguna amiga, ninguna hermana.
La poesía de Villaurrutia sigue joven; la de Novo, no mucho, y la de Paz pudiera perder su donaire. La pieza de teatro borda poesía villaurrutiana con textos nuevos, tan bien entretejidos que un lector poco entendido o uno del gran público, no sabe dónde terminan los hilos de Xavier y anudan los de Gonzalo. Particularmente efectiva es la escenificación de una “Carta a Salvador Novo”. ¿La escribiría Villaurrutia y luego la rompería? ¿La recibiría Novo? ¿O es imaginación del autor de La estatua asesinada? No queremos saberlo, es mejor entender el mensaje y olvidar el origen, al fin entre estos dos poetas se intercambiaron múltiples cartas, hasta Novo publicó algunas de las misivas de Villaurrutia, pero no ésta. Sospechosa resulta la abundancia de información y el desnudamiento de un alma. Parecería lo único realmente histórico de esta obra de teatro. Esta misiva que nunca se escribió, acaso hubiera salvado a su autor del suicidio al ser un recuento de las fuentes de sus tormentos, pero también de las razones del vivir. Hasta el presidente Abelardo Rodríguez es nombrado, por su persecución solapada con que intimidó a estos poetas que intentaban sin éxito encubrir su preferencia sexual. Al margen de la obra teatral, alguien del público pudiera recordar que el karma vengó la afrenta y puso el universo en equilibrio, cuando el hijo varón del presidente murió en un accidente de aviación el día en que había nacido el nieto del presidente.
Pero ¿quién asesinaría a la estatua? Acaso el Villaurrutia hombre inició el homicidio con su propia fragilidad y su sentimiento de nacer para la muerte; pero otras manos también propiciaron su muerte: la austeridad de su familia, lo venenoso de su entorno creativo, el volátil amor de Agustín Lazo, y sus palpables ángeles nocturnos que eran visualizados con la metonimia del sexo. En esta puesta en escena, la música del bolero mexicano —de Agustín Lara— y una escena en que Xavier se trasvierte con tacones altos colorados que parecen obligarlo a bailar hacen que se convierta el personaje en un don nadie, uno que llora con el rasgueo de una guitarra o baila con el desenfado de una esquinera. Sólo en estas dos escenas deja de ser la escultura para ser un hombre cualquiera, acaso uno que no tuviera poética nostalgia de ya no ser.
El amor que no se atreve a dar su nombre no solamente se autonombra sino hasta hace en esta pieza su apología; visualmente monta una coreografía que ahora sí merece el adjetivo de fantástica. Música en vivo y de composición de Alberto Mendoza y Jesús Balderramos subraya los sentires de la obra, tan logradamente que los dos músicos están en escena todo el tiempo y al final acuden al paso del más acá al más allá de Villaurutia para dar el final a la obra. El grupo de actores, encabezados por Ginés Cruz, Axel Arenas, Gabriel Hernán, Eduardo Vangel, Alfonso Jusa, Xavier Nogueira y Juan Carlos Sáenz, encarnan las esencias dramáticas, todas son Xavier y ninguna en su totalidad. Con excelente actuación pasan de decir parlamento en prosa a recitar con naturalidad complejos poemas villaurrutianos. Pocos actores pueden hacer esa transición de suspender el ritmo y la intensidad de la palabra oralizada. El director escénico es el mismo autor, que equilibra sus dos destrezas con aciertos dobles. Aplauso merece el productor de esta puesta, Erick Tapia Macías.
¿Quién es la estatua y quién la asesinó? La obra inicia con la visión de un cadáver sobre un sillón rojo, su inmovilidad es animada por dos sombras semidesnudas, acaso los ángeles del poema villaurrutiano; lo visten y le dan vida, como si fuera una marioneta desestatizan a una escultura y la hacen carne suicida, para al final con el cuerpo en el más allá y la mano izquierda en el más acá, al traspasar el umbral de la muerte, recuerda una estatua, acaso el Apolo de Belvedere. Y es así como termina la obra.
La muerte que persiguió a Xavier Villaurrutia acrecentando su nostalgia del ya no ser, parece también haber perseguido a Gonzalo Valdés Medellín: con la muerte de su madre en 2012 y su propia nostalgia de muerte. Acaso su pluma los ha exorcizado, salvándolo con una nostalgia de vida, porque el esfuerzo de escribir y montar esta obra, testifica su amor a la vida. Asistimos a una noche memorable de teatro, a un estreno de un dramaturgo nacional y a una mirada in extremis que parafrasea la expresión de Emil Cioran: “El suicidio, como cualquier otro intento de salvación, es un acto religioso”.

Xavier Villaurrutia/La estatua asesinada, drama poético de Gonzalo Valdés Medellín, concluyó su temporada 2013, celebrando los 110 años del natalicio de Villaurrutia, en el Teatro Benito Juárez, con una placa conmemorativa develada por un discípulo de Xavier Villaurrutia:
el eminente actor mexicano Ignacio López Tarso.