Gonzalo Valdés Medellín
Juan García Ponce (1932-2003) legó a la literatura mexicana contemporánea una obra de seducción irrenunciable. Determinante fue la influencia de la literatura firmada por Juan García Ponce desde los años sesenta, para sus contemporáneos y para las generaciones subsecuentes. Su narrativa apunta la revelación contundente —acicateando con agudeza y valentía la moralidad pacata al uso—, de la hipocresía de la clase media y el erotismo siempre marginado. (Antes de García Ponce, la narrativa mexicana se cuidaba mucho de expresar lo erótico y, si lo hacía, era a través de convencionalismos y comedimientos zonzos).
El autor de Figura de paja (1964) y El libro (1970), osaba abrir los ojos y desatar la libido reprimida de los jóvenes que tuvieran el placer de leerlo y confirmar aquello que ya Octavio Paz había atisbado en razón de “La noche” (1963): que García Ponce puso “el dedo en la llaga” desnudando “al mexicano como un ser igual a cualquiera” (desde luego, en sus limitaciones y mezquindades). Y así, el autor de Inmaculada o los placeres de la inocencia (1989), se convertiría a través de las dos novelas citadas y de “El gato” (1974), uno de los cuentos más perfectos de que se tenga constancia en la literatura mexicana de nuestros días, para muchos de los nacidos en los sesenta y setenta, en uno de los hombres de letras más determinantes y aleccionadores; tan emblemático —o más— como José Revueltas en su pensamiento, obra y acción; y tan innovador, contestatario, revolucionario y visionario como aquellos autores a los que nos enseñó a leer con la contundencia desnuda de la libertad y la verdad: Pierre Klosowski, Robert Musil, Thomas Mann…
Inevitables llegan las imágenes de los jóvenes de mi preparatoriana etapa (principios de los ochenta) intercambiándonos y arrebatándonos los libros de García Ponce, sumergiéndonos con beneplácito orgásmico —y orgiástico— en su lectura, inteligiendo con avidez sus conceptos, discutiéndolos, gozándolos, aterrándonos… A través de El libro, Juan García Ponce nos enfrentaba por primera vez, sin concesiones —a muchos jóvenes escritores o simplemente lectores— con los problemas de la escritura y la creación, con el discernimiento del acto de la escritura enraizado a la realidad de la vida cotidiana que, al convertirse en hecho literario, no puede renunciar a los encantos de la imaginación, a los rigores de la ficción, a la esperanza de la existencia plena, símil del cuerpo desnudo, abierto, entregado, penetrado…
En El libro mismo, el narrador apuntalaba las diferencias por él establecidas entre erotismo y pornografía, mismas que pondrá de manifiesto con ferocidad incontenible en Inmaculada…, de maestría irreversible: “Inmaculada… —confesó García Ponce al también ya desaparecido Roberto Vallarino, uno de sus admiradores más fervorosos—, pretende ser lo que las gentes decentes definen como ‘novela erótica’; pero yo, que no soy decente te diré que se trata de una novela pornográfica y esto me da una alegría infinita, porque constituye una especie de anuncio: si es que es erótica significa que es pornográfica, si es pornográfica significa que es erótica… también estética”. Y vital, agregaríamos ahora. Testimonio preciso de cómo un escritor vive a través de su obra, por y para ella…
¿Por qué no decir todo esto? ¿Por qué no abrir carta de gratitud a este luminoso escritor a quienes todos admiramos y respetamos con mayor fibra emocional, también por todo lo que de él consignó Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco, como un hombre valiente, un ser civil dotado de honradez sin mácula y hondas convicciones morales, políticas y humanísticas? Eso ni don Luis Cardoza y Aragón pudo evitar recordarlo al escribir su colosal El Río. Novelas de Caballería (1986) cuando en el capítulo “Tlatelolco” evoca, transido, los horrores de la criminal cacería de brujas del 68 y una imagen infeliz revivida por el memorioso poeta guatemalteco, se revuelca, indignante, avergonzándonos aún: “No puedo olvidar que a Juan García Ponce lo sacaron de su silla de ruedas y lo lanzaron a la calle”, consignó el autor de Dibujos de ciego.
Guías de aquellos años hubo muchos, pero ejemplos heredados por el flujo de la historia sólo dos: José Revueltas y García Ponce, quienes después de la humillación del 68 legarían a las generaciones de las épocas posteriores el culto a su obra, libertaria, espiritual, simbólica; un culto tan legítimo como el que, al correr de los años, rendiría el también dramaturgo, pero sobre todo excepcional ensayista, al Eros que lo llevó a vencer a Thánatos con las armas de la escritura y el pensamiento, de la creación, durante más de treinta y seis años, sobreviviendo heroicamente a esa atroz enfermedad que lo sujetaba a la silla de ruedas y lo condenaba a la inmovilidad física, pero nunca jamás intelectual. Ejemplo entre los ejemplos, Juan García Ponce demostró con su entrega a la literatura aquello que Rilke ya nos había señalado: “Escribir o morir”. García Ponce optó por lo primero, hasta que las fuerzas ya no le dieron para más y tuvo que ceder paso a lo inevitable: la muerte.
Todo esto lo pienso en un instante. Lo escribo y, qué curioso, reconvengo que es “el instante”, uno de los temas primordiales en la obra de García Ponce, esa “Imagen primera”, como en su entrañable cuento que será indeleble en la memoria del que vive. Entonces me cuestiono: ¿será una irresponsabilidad escribir un texto sobre el escritor en esta tónica? Barrunto que no, que una admiración tan enraizada a la vida de uno como escritor, como quiera que sea, y desde la perspectiva que se enfoque, no es una irresponsabilidad, sino una deliberada responsabilidad por el buen gusto de la justicia valorativa y la lucidez; por gratitud a la luminosidad estética y la palabra filosa que galopa en la reflexión, luego de recordar aquellos pasajes de La cabaña donde el dolor es un universo tan cerrado que se vuelca en la perfección etérea del erotismo. Cualidades que emanan en cada página de la obra entera de este inquietante, inquisitivo y transgresor autor, novelista, cuentista, ensayista, dramaturgo. Nuestro autor.
Juan García Ponce se inició como escritor en la dramaturgia, tocado por la influencia del Rodolfo Usigli de El niño y la niebla, y de Salvador Novo (quien lo dirigiría). En 1955 ganó el Premio Ciudad de México por su pieza El canto de los grillos, a la que seguirían algunos textos dramáticos más: Alrededor de las anémonas, Doce y una trece, La feria distante y Catálogo razonado. Un teatro tan discernidor como su novelística y que no se ha estudiado prácticamente nada, que ha quedado en el olvido, pero no porque carezca de méritos, sino acaso porque el nuestro suele ser un país desmemoriado y zafio ante la inteligencia y el talento.
Pero su teatro, gozando de una identidad propia, está a la altura de los mejores dramaturgos de su generación: Hugo Argüelles (fallecido tres días antes que él, el 24 de diciembre de 2003) y Jorge Ibargüengoitia, quien como García Ponce tendió más hacia la narrativa, por razones personales (“hartazgo”, confesaba García Ponce, del con frecuencia ruin y envidioso medio teatral, contra el que también luchó muchísimo Argüelles, faltaba más) y no por falta de talento (del que rebosaban los después notables narradores).
El teatro de García Ponce tendrá que atenderse en lo sucesivo, difundirse, investigarse, representarse… Esa deuda, el teatro mexicano la tiene con García Ponce a quien la cultura de México le debe mucho. Y los jóvenes, siempre los jóvenes, serán quienes más le disfruten porque la obra total —y totalizadora— de Juan García Ponce es juventud a cada vuelo de página y por toda exploración de imágenes y tiempos. Recordemos pues al escritor, con la pasión candente que produce leerlo. Es el mejor homenaje que podemos rendirle.
Juan García Ponce, esteta de la perversidad y la inocencia, falleció el 27 de diciembre de 2003, en la Ciudad de México.A