Eve Gil
En México se dio amplia cobertura al caso de una jovencita pakistaní que fue tiroteada en el transporte escolar por un talibán. Nombre fácil de retener: Malala. ¿Su crimen?: promover públicamente el derecho a la educación de las niñas. Estuvimos siguiendo el caso durante el tiempo que los medios lo consideraron explotable, y todo quedó en que la jovencita se debatía entre la vida y la muerte.
Y es entonces que nos topamos en las librerías con el libro Malala, la joven que defendió el derecho a la educación y fue tiroteada por los talibanes (Alianza editorial, México, 2013), una biografía escrita conjuntamente por la propia Malala Yousafzai, actualmente de 16 años de edad, y la prestigiada periodista inglesa Christina Lamb, quien fuera, por cierto, corresponsal de guerra en Afganistán. Y esa historia que conocimos a trozos y llena de imprecisiones, resulta ser mucho más compleja. A veces olvidamos que detrás de los personajes que hacen la historia —y protagonizan fugazmente los noticieros— hay seres humanos con una historia, una familia, una ideología y los medios se restringen a la inmediatez, a lo sensacional. Además de permitirnos asomarnos a su vida y exponer el proceso que culminó en un horrible atentado donde resultaron heridas otras dos jovencitas, nos explica algo muy importante: los talibanes no son los musulmanes. Un verdadero musulmán, un musulmán educado (como sería el caso del padre de Malala, maestro de profesión, y otro de los héroes de esta historia) nunca prestaría oídos a la prédica azuzadora al odio y la barbarie de este grupo fundamentalista.
Lo que es un hecho, es que en la sociedad pakistaní la mujer se mantiene a la saga —aunque durante el gobierno de la malograda Benazir Bhutto, una de las heroínas de Malala, esta situación dio visos de cambio. Aquí también se considera mal augurio que el primogénito sea una mujer. Pero al nacer Malala, su padre pasó por encima de una tradición milenaria y exigió que el nacimiento de su primera hija se celebrara con cantos y fiestas, como suele recibirse a los varones. Por si fuera poco, insistió en llamarla como la única heroína patria de Pakistán, concretamente de los pashtún: Malalai de Maiwand. Preocupado como estaba por el deficiente nivel educativo de su región, y la elevada tasa de analfabetismo, Ziauddin Yousafzai se dio a la tarea de fundar escuelas
—una para niños y otra para niñas— donde los alumnos recibieran una educación de excelencia, a la altura de cualquier colegio europeo, y, naturalmente, Malala fue una de sus alumnas sobresalientes, aunque varias de las jóvenes que acudían a esa escuela eran en verdad brillantes. Todo marchaba bien, con los altibajos propios de un país sumido en la corrupción, hasta que Estados Unidos invadió Afganistán y los talibanes empezaron a migrar en masa a la frontera, es decir, Pakistán.
Es ahí donde empieza la pesadilla de Malala y de los pakistaníes en general. La ideología de este grupo no irrumpió de la noche a la mañana, sino que empezó a filtrarse a través de la falsa santidad del siniestro Fazlullah, quien empezó a predicar a través de una radiodifusora clandestina cuando las niñas de Pakistán todavía podían darse el lujo de leer la saga Crepúsculo. El padre de Malala atribuye al analfabetismo imperante, el que Fazlullah se haya hecho tan rápidamente de adeptos que se dejaron crecer las barbas y ocultaron a sus mujeres e hijas bajo las burkas. El siguiente objetivo fue cerrar —y hasta volar— las escuelas que no fungieran como madrazas (religiosas), y muy especialmente las escuelas de niñas. Yousafzai no sólo no dobló las manos ante las imposiciones de los talibanes, sino que se dedicó a promover la importancia de la educación ante cualquiera que quisiera escucharlo. Y junto con él, siempre, su hija Malala. Un diario británico contactó a la niña y le propuso redactar un blog en línea con sus experiencias diarias como niña estudiosa viviendo en medio de un régimen donde la educación comenzaba a tornarse clandestina, y aunque lo hizo bajo un pseudónimo, su autoría era demasiado evidente. Empezó a ser conocida en Occidente como “la Ana Frank musulmana”, aunque rogando que no corriera una suerte semejante a la de la joven judía.
Malala y varias de sus compañeras continuaron asistiendo a la escuela gracias a un montón de artimañas. Cambio de puertas de acceso, silencio absoluto, traslado en una camioneta sin el logotipo de la escuela, etcétera. Eso no impidió que un ex universitario, graduado en física —lo cual demuestra que incluso los estudiosos están a merced de adoptar tendencias extrañas— de nombre Ataullah Khan, que no tenía aspecto de talibán, detuviera la camioneta donde viajaban las niñas tras un día “normal” de clases (9 de octubre de 1912) y la abordara para simplemente preguntar: “¿Quién es Malala?”. Sus compañeras cometieron el error de voltearla a ver y sin más, el joven extrajo el arma que disparó directo a la cabeza de Malala, hiriendo en el ínter a las niñas que viajaban a sus costados. Tras un ataque de esa naturaleza, era lógico que el mundo entero la diera por muerta… y sin embargo, esta jovencita admirable sobrevivió para narrar su historia y, sobre todo, propagar a nivel mundial sus preceptos sobre la importancia capital de la educación, convencida de que una libreta y un bolígrafo son armas más poderosas que las que esgrimen quienes siembran la muerte y el odio en el mundo. En el epílogo, escrito por la propia Malala, aclara no haber sido la única. Poco después del atentado que la mantuvo al borde de la muerte durante casi un año, un terrorista suicida hizo volar un autobús que llevaba cuarenta niñas a un colegio en la ciudad de Quetta. Murieron catorce. A las sobrevivientes las persiguieron hasta el hospital para matarlas.
Actualmente, Malala y su familia (sus padres y dos hermanos varones) viven como asilados políticos en la ciudad de Birmingham, Inglaterra. Es el personaje más joven en la historia en haber sido propuesta para el Premio Nobel de la Paz: “Está escrito en el Corán, Dios quiere el conocimiento para nosotros, dice que estudiemos por qué el cielo es azul, que aprendamos sobre los mares y las estrellas….”.


