Guillermo Samperio
De alguna manera, en el dolor y la finitud, nuestras emociones son semejantes, siamesas, lo cual no parece extraño. Hay momentos, en la frialdad del cuarto nocturno, en que despierto de madrugada y me sube el miedo al estómago como si estuviera pariendo un martirio de camaleón disecado con la lengua de fuera.
Ni las ventanitas abiertas, que dejan pasar el ruido de la ciudad, apagan el hervor de la soledad. Miro hacia los muros plagados de objetos que son mi supuesta memoria pero ninguno dice algo, como si el vacío fuera su lenguaje de salamandras venenosas.
Al contrario de lo que suponía, los ruidos que entran por los huecos de la pared me señalan tu potente ausencia, la huecosa enorme, sin persona con quien compartir mi silencio.
Mis brazos son inútiles, ausentes de la tibieza de tu cuerpo. Entonces, miro la foto del Guillermo todavía bebé, mirando desconcertado hacia este Guillermo con los dedos ateridos y, de pronto, ese niño derrama líquido rojo oscuro que empapa la colcha, las sábanas y humedece mi piel.
Me sacudo la alucinación con alguna lectura, pero el desamparo se recrudece y mis ojos ven sólo frases sin sentido y las páginas se llenan de la hoy superflua y malograda palabra more-more-more que esperó décadas para depositarla en otro corazón y percibo que los muros están llenos de signos sin significado.
El techo ennegrecido se va estrechado hasta que mi cuerpo inútil está en el encierro y miro a través del cristal cómo la vida terca, intransigente, de dos personas se asoma y, de súbito, una mano severa azota la tapa y quedo en la oscuridad definitiva en el catafalco.
Sólo el ahogo se encuentra en mi pecho, un ave agónica que apenas respira, de plumas podridas, que no tiene ya fuerza para lágrimas. Igualmente, se inquiere si ya se murió el amor que habitaba en su breve cuerpo. Y vienen pálidas las páginas que repetían la misma palabra como respuesta, la palabra insustancial, inane.
Entonces, el pavor del eclipse, la carencia horrenda, el alejamiento perpetuo y contundente, me estruja como serpiente constrictor, me petrifica y me enfría el cuerpo. El suplicio crece como bisturís ardientes que practican mi autopsia en vida.
Sólo el terror murmura el sarcasmo más grande que me ha dado esta Tierra. La ruptura inmensa e ilimitada me desquebraja los huesos y me hundo hacia una oscuridad que perdura en el día, como si el sol hubiera desaparecido y sólo me rodearan sombras de espíritus extinguidos, incinerados.
Viajo mañana hacia un Torreón agrietado, sin impulso alguno, espectro que cargará maletas y que no podrá explicar ese rostro de espanto y piel verde y amarillenta.
He vuelto a abrir la ventanita de vidrio; no faltará quien en mi doble ausencia meta la nariz en mi correspondencia y, al menos, que suframos en la misma caja. Aquí recibiré tus palabras y desde aquí te hablarán mis heridas abiertas, mis gusanos.
Te mando un beso del más allá. No sabrás que lo recibiste, pues te llegará mientras duermes la siesta. Sólo sentirás que algo, un insecto metafísico, te aletea en la mejilla, cuando despiertes y la pesadumbre vuelva a tu cuerpo. No te preocupes. Trata de ocultar tus emociones y piensa poco en las palabras que darás en nuestro funeral.
Cuento incluido en el libro de Guillermo Samperio Al fondo se escucha el rumor del océano, Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, México/España, 2013.