Aquel domingo 20 de marzo de 1914
La necesidad siempre fue madre de la audacia.
Shakespeare
José Alfonso Suárez del Real y Aguilera
El domingo 20 de marzo de 1914, justo hace 100 años, los capitalinos se alistaron para presenciar el sentido y profundo homenaje con que el piloto aviador Alberto Braniff obsequiaría a Joaquín de la Cantolla y Rico, precursor de los vuelos en globo aerostático del Valle de México, cuyas proezas a bordo habían conmocionado el alma de un pueblo tímido y temeroso ante los retos de la ciencia contra lo que la Iglesia defendió siempre como el firmamento.
Tal vez con el fin de provocar algún momento de solaz a una capital recientemente cimbrada por la metralla y teñida de sangre en la Decena Trágica, el excéntrico millonario concibió organizar esa gala aérea en honor al natalicio del Benemérito de las Américas, don Benito Juárez García, pero pronto su idea se vio desestabilizada por un terrible ventarrón que lanzó el globo fuera de la ruta prevista por sus avezados tripulantes.
Ese día, mientras volaban a la deriva, por la mente del telegrafista jubilado Joaquín de la Cantolla seguramente cruzaron los recuerdos de la difícil fundación de la Empresa Aerostática de México S. A. —en pleno fragor de las batallas contra los franceses— en 1862, acto que le valió la entrega de un par de mancuernillas de oro por parte del efímero emperador Maximiliano, en ocasión de su primer vuelo, o bien aquéllos en que una bocanada de aire lo arrojó a pleno salón comedor de una casa solariega del Salto del Agua, accidente del cual salió bien librado, aunque no así de la furia de los comensales que lo tundieron a palos.
Seguramente De la Cantolla jamás había sentido el temor que le invadió aquella mañana del 20 de marzo de ese trágico 1914, cuando vio que el sólido globo de reciente manufactura salió disparado rumbo a Chalco, su mayor apremió debió pasarlo al darse cuenta de que las huestes zapatistas, al mando del general Genovevo de la O, pretendían bajar el globo a balazo limpio, aunque una vez en tierra, en su rescate acudieron los pelones de la guarnición más cercana, y tras ser liberado, aquel enjuto y parsimónico personaje del México del siglo XIX fue trasladado hasta su humilde morada en uno de los bólidos que Braniff conducía por las pocas calles circulantes de la época.
El cúmulo de experiencias vividas en una sola jornada fueron demasiadas para el cansado cerebro de don Joaquín de la Cantolla quien, al apearse del coche que lo condujo a su casa, cayó fulminado y murió, dejando tras su estela el reconocimiento de propios y extraños.
Ante los avances tecnológicos de nuestro tiempo, las proezas de Joaquín de la Cantolla y las de Alberto Braniff se antojan pueriles, no obstante, en su momento demostraron la vigencia de que la necesidad de trascender, en todas las acepciones de la palabra, es la madre de esa audacia que colocó a estos hombres en los artefactos que supieron tripular para contribuir a la etapa del desarrollo tecnológico que les correspondió vivir.