Patricia Gutiérrez-Otero

La muerte de Helena Paz Garro es una limpia bofetada a todos los organizadores del centenario de Octavio Paz, ya que ninguno la tomó en cuenta para los festejos.
Guillermo Zamora Carranco

No hablar de los errores que un padre pudo cometer en relación con su hija, o de cómo ella interpretó esta relación, en el festejo del aniversario de la muerte del padre era lógico; no tomar en cuenta a la hija para realizar estos homenajes, sí lo es. Con el cadáver fresco de Laura Helena Paz Garro, muerta un día antes de que su padre cumpliera 100 años, el tema se pone sobre la mesa. ¿Por qué a Helena se le excluyó? Quizá porque consideraron que su mente no estaba lúcida o que su relación con Marie-Jo, última esposa del poeta, podría interferir en el desarrollo de la festividad. La dejaron fuera, como antes ella se sintió descartada de la vida de su padre. La sociedad excluye a quien perturba.
Aquí no interesa tanto la relación que tuvieron los miembros de esta familia, lo que daría lugar a un estudio minucioso para no caer en lugares comunes, sino la dificultad de un hombre con un daimon para tener una familia “funcional”, si es que eso existe en esta época. Eso sí lo vivió Octavio Paz y su hija Helena. No hablaremos aquí de la tercera persona incluida en toda relación familiar, la madre, Elena Garro.
Independientemente de que Helena Paz haya ya perdonado a su padre, como ella lo afirmó en una entrevista, sí es necesario reconocer que su vida estuvo marcada por la distancia que la actividad de su padre desarrollaba. Octavio Paz, si no me equivoco, tuvo a su hija a los veinticinco años, Elena Garro tenía diecinueve o veinte. Padres jóvenes, intelectuales, artistas y, él, comprometido intelectualmente con la polis. La atención a una hija, además única, no podía ser mucha. El mundo interno de Paz era ya demasiado fuerte en sí mismo, como el de todo verdadero creador dominado por un demonio al que debe obedecer. Los otros cotidianos desaparecen bajo la vorágine poética. La normalidad que necesita un niño para crecer se ve comprometida, sacudida y, a veces, aniquilada.
La normalidad, lo que la gente desea aunque no exista. Ese ideal que marca el inconsciente colectivo y que señala con su dedo al que visiblemente no está dentro de sus parámetros. Esa normalidad que el pensamiento burgués nos inculcó hasta hacernos sentir culpables. Normalidad que un poeta no vive ni hace vivir a los suyos. Normalidad que excluye a quien puede perturbar.
Más allá de ese fantasma, el perdón de Helena, el amor que Paz tuvo por su hija, quedan en los versos que ambos se dedicaron. Amor que la normalidad puede ignorar, pero que permanece.
“La naturaleza ha tocado tu frente, borrando toda enfermedad, y los que te quieren te verán, joven partícula de sol en una isla griega. El antiguo mar de color vino te espera, no lo olvides”. (Paz Garro a su padre, enero de 1998).
“Nombras el árbol, niña./ Y el árbol crece, sin moverse,/ alto deslumbramiento,/ hasta volvernos verde la mirada.// Nombras el cielo, niña./ Y las nubes pelean con el viento/ y el espacio se vuelve/ un transparente campo de batalla.// Nombras el agua, niña./ Y el agua brota, no sé dónde,/ brilla en las hojas, habla entre las piedras/ y en húmedos vapores nos convierte.// No dices nada, niña./ Y en su cresta nos alza/ la marea del sol y nos devuelve/ en el centro del día, a ser nosotros”. (“Niña”, Octavio Paz, dedicado a su hija).
La alada presencia de Helena Paz, su voz y su silencio, estarán en el homenaje al gran poeta que le dio la vida.
Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, que se detengan las mineras, que se revisen a fondo y dialógicamente todas las reformas impuestas por el gobierno, que no se entreguen los hidrocarburos en manos privadas.

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