Eusebio Ruvalcaba
Hay obras que adquieren el nivel de maestría desde las primeras notas. Como si de suyo llevasen la impronta de la permanencia contra viento y marea.
Como esta elegía que nos ocupa.
No es fácil imaginar el poder de la música hasta que finalmente nos sacude. Si bien los oídos son las puertas a la música, cuando por fin los sonidos se apoderan de nuestro sistema sanguíneo las cosas sufren un giro inusitado.
En la Elegía orquestal —compuesta a la memoria de su padre—, Armando Luna Ponce le da forma a una masa nerviosa de música. Y es perfectamente entendible, perfectamente inteligible esta hazaña musical. Conforme transcurre la obra, el autor va tomando elementos del mundo de los sonidos —de la gran paleta orquestal que él domina—, con base en las percusiones, en los metales, y, fundamentalmente, en el ritmo, va tomando elementos de la vastedad sonora que le proporciona la filarmonía en su totalidad, para ir creando una escultura dolorosa y tremenda ante nosotros.
En su Historia trágica de la literatura, Walter Muschg afirma que la poesía dolorosa apuntala al resto de la poesía. Yo me aventuraría a decir que este axioma se aplica asimismo a la música. Y aún más, me atrevería a decir que esta “Elegía orquestal” es prueba inequívoca.
Porque pasaje tras pasaje, un sentimiento devastador se va adueñando de la voluntad de quien escucha. ¿La música también es esto?, habrá quien se lo pregunte. Y la respuesta es afirmativa. Por supuesto que eso es la música. Un lenguaje estructurado con inteligencia cuya única misión es persuadir y conmover. Un lenguaje que crece y decrece, que gira y se detiene, que se pasma, se devuelve y se rebobina, que se acrecienta hacia dentro, en una suerte de introspección honda y acre, sin complacencias. Tal vez porque dicho lenguaje sea el lenguaje de la sangre. Tal vez porque la oportunidad de componer una elegía al padre muerto se presente una vez en la vida. Tal vez porque en estos casos no hay más que un modo de decir las cosas.
Y en esta trascendencia de la música al oyente —que el oyente devuelve a la música cuando la hace suya—, uno de sus secretos radica en las pausas. Porque los silencios en esta elegía están colmados de significado. La música es el lenguaje del silencio, en el sentido en que su punto de partida es el silencio —¡y su punto de arribo!—, y de que se teje en el silencio como una nave que se condujera a través del agua, materia mágica. Pero he aquí que cuando un compositor se apoya en los silencios para dotar a su obra de un dramatismo aún mayor y relevante, aquella música se incrusta de golpe y porrazo en el corazón. Lo que tiene lógica si se piensa que el silencio es la materia prima que los hombres, aquello que se proponen rebasar todos los días desde el momento que abren los ojos.
Una obra que tarde o temprano —si no es que ya lo ha hecho— ocupará su lugar en la historia de la música en México. Un lugar envidiable.
Dotación: Orquesta sinfónica. Movimientos: Uno solo, Duración aproximada: 15’31’’