Patricia Gutiérrez-Otero
Una de las más conocidas minificciones, antes llamadas minicuentos, es la de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio aún estaba ahí”. Esta minificción revela el poder evocativo que este género puede compartir con la poesía. Quién despierta, qué tan largo fue el sueño, de qué dinosaurio habla. Esta minificción puede entenderse de múltiples maneras, hasta políticas.
Sin embargo, no todas las minificciones son tan breves, como ésta de Álvaro Mutis, “Sueño del fraile”, que recuerda el estilo de Borges: “Transitaba por un corredor y al cruzar una puerta volvía a transitar el mismo corredor con algunos breves detalles que lo hacían distinto. Pensaba que el corredor anterior lo había soñado y que éste sí era real. Volvía a trasponer una puerta y entraba a otro corredor con nuevos detalles que lo distinguían del anterior y entonces pensaba que aquel también era soñado y éste era real. Así sucesivamente cruzaba nuevas puertas que lo llevaban a corredores, cada uno de los cuales era para él, en el momento de transitarlo, el único existente. Ascendió brevemente a la vigilia y pensó: “También ésta puede ser una forma de rezar el rosario”. La apertura semántica se conserva, lo que da paso a múltiples interpretaciones del mismo lector o de varios.
Aunque esta calidad de apertura de sentido nos parece esencial en la minificción, lo que permite que el lector interactúe con el texto y se vuelva coautor de su sentido imaginado e imaginario, en algunos casos las posibilidades se estrechan sin que la minificción pierda su encanto sugerente, como en el caso de este cuento de Anais Nin: “Quisiera escribir la siguiente historia de ciencia-ficción: doce personas que no creen en la astrología son invitadas a hacer un viaje interplanetario en un cohete espacial. Al principio, sus diversas características son imperceptibles. Pero a medida que se acercan a cada planeta, el rasgo característico de ese planeta les afecta y se hace evidentísimo que uno es Libra, otro Júpiter, otro Neptuno, otro Saturno y así sucesivamente”.
Otras minificciones son cultísimas, otras expresan una convicción del autor o al menos el deseo de tener una convicción, como ésta de Camilo José Cela: “Gustó Savonarola de ver que en el mundo (cito en latín porque se entiende bastante bien), “Omnia sunt plena impietate; Omnia sunt plena usuris et latrociniis; Omnia plena blasphemis turpibus et nefandis; Omnia stupris, adulteriis, sodomiis et spurcitiis; Omnia homicidios et invidia; Omnia hypocrisi et falsitate sceleribus et iniquitate redundit”.
Otro día, San Agustín pensó que la vida era “miserable, frágil, incierta, trabajosa, inmunda, señora de los pecadores y reina de los soberbios”.
Quiero pensar del mundo con mayor cariño. Uno se resiste a creer que en el mundo, al lado de tanta maldad, no haya cierta clemencia, cierta dulzura entre los humildes. Estoy convencido de que, la vida es, de cuando en cuando, heroica”.
Recorrer las minificciones es navegar sobre un océano limítrofe con la poesía, con el cuento, con el aforismo; lo que tienen en común es el genial uso del lenguaje y el vuelo amplio de la imaginación.
Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, que se detengan las mineras, que se revisen a fondo y dialógicamente todas las reformas impuestas por el gobierno, que no se entreguen los hidrocarburos en manos privadas.
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