Carmen Galindo
El gran teórico de la literatura Mijaíl Bajtin, postuló, para las obras de Dostoievski el término de novelas polifónicas, queriendo dar a entender con este concepto que no era la voz del autor la que predominaba, sino que dejaba vivir libremente a sus personajes sin ordenar su mundo, sin imponer su punto de vista. El tema, sugerente sin duda, nunca he sabido bien a bien si es cierto en torno a Dostoievski o aplicable a cualquier otro escritor, de lo que no me queda la menor duda es que se adaptaa la perfección a un recurso muy socorrido en la literatura del siglo XX: el punto de vista. Antes los escritores preferían contarnos la trama, a través de un narrador omnisciente que estaba en las casas de los personajes y hasta dentro de sus cabezas. El narrador omnisciente, como Dios, todo lo sabe, todo lo vey está en todas partes. Hoy, a los novelistas, medio desconfiados, les gusta ver el mundo a través de uno o de varios personajes que nos presentan su versión de los hechos. A esa forma literaria se le conoce como novela polifónica, donde confluyen varias voces y, como sugiere Bajtín, nadie lleva la batuta, porque el autor abdica de llevar la voz cantante.
Si atendemos al aspecto formal, ninguna otra obra cumple más con el concepto de obra polifónica que La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska. Como es sabido, esta crónica del movimiento estudiantil-popular de 1968, tiene su origen en un conjunto de entrevistas que Elena Poniatowska realizó, en primer lugar, en la cárcel con los presos políticos y luego, con gente de la calle, de a pie, incluso con personas ajenas o contrarias a este movimiento social.
La obra, si usted la ve, está formada por un amplio conjunto de breves respuestas que van conformando, (y aquí otra comparación) un mural que se convierte en la mejor pintura, por su carácter total y por su compromiso social, del movimiento. Al muralismo se le ha llamado arte público, porque no estaba destinado a las galerías, a la apropiación privada, sino a los edificios del gobierno, a su exhibición pública. La noche de Tlatelolco lo es en el sentido de que está construido con las voces de la gente que protagonizó esta insurgencia, que se solidarizaron con esta protesta, que combatieron, que formaron desde abajo, desde las bases, este amplio movimiento social.
Se trata, ya que varias y muchas voces se dejan oír en los minitextos, de un formidable conjunto coral. Una cantata, una epopeya contada desde adentro o tal vez un coro griego, ya que de una tragedia se trata, por más que muchos de los fragmentos sean alegres o nos hagan reír, (como los de la actriz Margarita Isabel o ese que por más que busco otro ejemplo, siempre es el primero que recuerdo, esa voz de la intransigencia y la ceguera que concluye que “la culpa es de la minifalda”). A estas voces se suman otros textos igualmente breves, esta vez son consignas escritas en las pancartas y que acompañan en las manifestaciones a las miles de voces coreando las consignas en medio de la represión.
Ningún otro libro, ninguna otra interpretación supera a La noche de Tlatelolco. Acaba por ser el espejo, el retrato más fiel, el mural más completo.En ese libro no sólo se pinta al movimiento, surge como la expresión o la voz del propio movimiento estudiantil. En los auditorios universitarios, al nombrarse a Elena Poniatowska, los estudiantes se poníande pie y aplaudían largos minutos.
Se trata de una crónica, vale decir de un género literario que no inventa, que le sigue el paso a la realidad, como una sombra. Algunos despistados la consideran un género menor, periodístico. Se les escapa que Los diez días que conmovieron al mundo, de John Reed, es una crónica y que aMéxico bárbaro, de John Kenneth Turner también le queda esta camisa. Se pasa por alto en tan apresurado juicio queMiguel Littín, clandestino en Chile, y desde luego, Relato de un náufrago y casi, casi hasta Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, cumplen con las normas del género. En México, los cronistas han sido para darse un quemón. El águila y la serpiente (que quien esto escribe juzga superior a La sombra del Caudillo), de Martín Luis Guzmán abre la lista. Siguen Luis González Obregón, Artemio del Valle-Arizpe, Salvador Novo, Carlos Monsiváis y, claro, Elena Poniatowska. La lista permite dejar de lado que la crónica sea un género menor, pero revela otro aspecto, que la crónica es, casi siempre, una literatura comprometida, que acompaña, se solidariza o hasta encabeza una lucha social. (Y ahí aparece, porque una parte de los críticos la quieren ningunear o minimizar. Se trata de un enfrentamiento ideológico en el mundo de las letras). Al recibir el premio Cervantes, Elena Poniatowska depositó en la cápsula del instituto Cervantes dos ejemplares, una primera edición y otra más reciente, de La noche de Tlatelolco.
¿Tenía razón Bajtín al decir que hay autores que renuncian a imponer su punto de vista sobre su material literario? Sin tratar de enmendarle la plana y con todo respeto, creo que no. Elena siempre ha dicho que ella dejó escuchar las voces de la sociedad durante esa convulsión y sin embargo, cuando alguien le propuso filmar la obra desde el punto de vista de un soldado, se negó rotundamente. La autora está oculta, pero sí dirige el coro. Nadie ha dudado jamás de lo que ella intenta expresar en esta obra, nadie ni estudiantes ni gobierno ignoraron de qué lado estaba, por quiénes había tomado partido.
Desconozco los detalles de la publicación de La noche de Tlatelolco, pero no me cabe duda de que muchas editoriales no se hubieran arriesgado a publicarla. En un acto no sólo literario, sino político, lo hizo la editorial Era, cuando estaban al frente Neus Espresate y Vicente Rojo. Al decir de Elena no apareció ni una sola reseña de su obra. En lo personal, quisiera contar que yo publiqué una nota de La noche de Tlatelolco, de Días de guardar de Carlos Monsiváis (que contiene su texto sobre la manifestación del silencio) y de Los días y los años de Luis González de Alba. Mi reseña apareció en el Boletín del Taller de Análisis Socio Económico (TASE por sus siglas), un boletín, creo que mimeografiado, que dirigía Rolando Cordera. Cuando recibieron en el Taller mi comentario habló Rolando a mi casa para preguntar si quería firmarlo o por seguridad apareciera anónimo y asumido por el propio TASE. Mi hermana pidió unos momentos para reflexionar y lo estuvimos discutiendo, al final mi hermana se comunicó para decirle a Rolando que apareciera con mi nombre con el argumento de que si ellos habían tenido el valor de escribir los libros, yo tendría el de asumir mi texto. Esta anécdota vale para calcular la censura de esos tiempos y el riesgo de la represión.
De esta otra anécdota que voy a relatar me enteré hace apenas unos cuantos días. Acaban de publicar las memorias de Manuela Garín, madre de Raúl Álvarez Garín, el líder del 68 y actual presidente del Comité 68. Al recordar esos días, Doña “Mane” relata que fue a verla Elena Poniatowska y le pidió ir a Lecumberri, donde estaban presos los muchachos. Por el riesgo que implicaba, Doña Mane hizo pasar a Elena por su hermana y la escritora ingresó con el nombre de Esther Garín, quien vivía en Monterrey. Pasado un tiempo, la verdadera Esther Garín, nacionalizada por matrimonio mexicana, recibió una carta donde le decían que de continuar sus visitas a Lecumberri la deportarían a Cuba. A partir de allí, cuenta Mane, Elena siguió con sus entrevistas, pero con un nombreque casi es el suyo: Elena Amor de Haro, donde la madre de Elena, Paula Amor y el de su marido Guillermo Haro, le sirvieron (casi) de seudónimo. Hace añísimos, Elena nos contó a varios universitarios que fuimos a entrevistarla que al principio nadie le hacía caso, hasta que Raúl Álvarez Garín les dijo a los otros presos políticos que era muy importante lo que estaba escribiendo Elena.
El tren pasa primero
En efecto, el 2 de octubre no se ha olvidado, pero las demandas y los logros del movimiento de 68 casi no se recuerdan o se tergiversan. El pliego petitorio comenzaba con su demanda principal: libertad de los presos políticos. Esos presos eran principalmente, aunque no los únicos, Valentín Campa y Demetrio Vallejo. La escritora se dejó ganar por la imagen de Vallejo e intentó, desde la cárcel y años después, una biografía del líder ferrocarrilero. Este proyecto que no logró terminar, cuajó en una novela en2008: El tren pasa primero, un texto que abarca todo el movimiento ferrocarrilero y al otro líder: Valentín Campa. La obra obtuvo el Premio Rómulo Gallegos y culmina, de algún modo, La noche de Tlatelolco al registrar las causas del movimiento de 68. (Como siempre, Elena realiza una investigación exhaustiva, tanto así que a pesar de tantos años de amistad con los Álvarez (Raúl y Alejandro) yo ignoraba que María Fernanda Campa, La Chata, quien en 68 era esposa de Raúl, y es madre de Santiago y Manuela, tuviera una hermana, Valentina que, por supuesto, aparece en la novela de Elena).