Contraviene lo de bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia
Raúl Jiménez Vázquez
La preservación de la dignidad e integridad de las personas es el eje rector de los derechos humanos. Derivado de este postulado capital, tanto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos como en la Convención Americana sobre Derechos Humanos se proclama que nadie será sometido a torturas. La prohibición de la tortura es un principio ius cogens, una norma imperativa de derecho internacional general reconocida por las naciones que no admite acuerdo en contrario; su regulación está contenida en la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, aprobada por la asamblea general de la ONU el 10 de diciembre de 1984.
Ahí se dispone que la tortura es todo acto por el cual se inflige intencionalmente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales. Dentro de esta definición sin lugar a dudas encaja la violencia sexual ejercida por miembros de organizaciones religiosas, pues a través suyo se quebranta brutalmente la estructura psicoemocional y el proyecto de vida de las víctimas, quienes al verse sometidas a la autoridad espiritual de los agresores se hallan en un infame estado de indefensión cuya última consecuencia puede ser la destrucción irreversible del ser interno y el encaminamiento hacia la puerta falsa del suicidio.
La Santa Sede, como parte adherente de la Convención, está obligada a prevenir y sancionar los ataques de los depredadores eclesiásticos, a garantizar su no repetición y a procurar el otorgamiento de reparaciones integrales a las víctimas. Empero, este deber primigenio no ha sido cumplido, sino todo lo contrario, en virtud de que los comportamientos pederastas han sido tolerados, protegidos y encubiertos desde la estructura misma del poder vaticano, tal como se concluye en el informe emitido en febrero de este año por el Comité de los Derechos del Niño.
Insólitamente, a fin de eludir este señalamiento, en la comparecencia de hace unos días ante el Comité contra la Tortura el representante papal adujo que la responsabilidad de la Santa Sede está circunscrita a los escasos habitantes del Vaticano, lo que causó gran inquietud puesto que, según palabras de la vicedirectora del Comité, ningún otro miembro de la Convención había intentado antes limitar su aplicación, quien también subrayó que dicho pacto internacional es aplicable a cualquier persona que esté sujeta a la autoridad del Papa.
El desacato vaticano es manifiesto. El intento de evadir la condena de las Naciones Unidas urdiendo interpretaciones propias de leguleyos patentiza el afán de anteponer la imagen e intereses de la jerarquía comandada por el romano pontífice al imperativo ético y jurídico de hacer prevalecer la dignidad, la verdad y la justicia en favor de las víctimas. Además de conculcatoria del derecho internacional, esta aberrante actitud contraviene las enseñanzas del humilde carpintero de Galilea: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados”.
