Negó un reclamo fiscal de la petrolera Halliburton

 

 

Poca o ninguna vez se cumple con la ambición

que no sea con daño de tercero.

 

Miguel de Cervantes Saavedra

José Alfonso Suárez del Real y Aguilera

La afable visita oficial del secretario de Estado, John Kerry, a la ciudad de México, priorizó su agenda social a fin de eclipsar la evidente agenda política que el importante funcionario del gobierno de Estados Unidos debió haber tratado con el presidente Enrique Peña Nieto y con el canciller José Antonio Meade, quienes prodigaron la tradicional hospitalidad mexicana al representante de la administración Obama.

Aplicando la misma estrategia mediática que, el pasado año, distinguió la visita del primer presidente afroamericano del vecino país, Kerry se placeó en el Zócalo capitalino, visitó el stand de su país en la Feria de las Naciones Amigas, organizada por la autoridad capitalina, y disfrutó de los murales de Rivera en el Palacio Nacional.

Contrastando con la rudeza de su antecesor, Hillary Clinton, Kerry prodigó favorables comentarios sobre la relación con el gobierno de Peña Nieto, calificando de positivos los cambios y la “flexibilización de la ventanilla única”, refiriéndose así a la apertura del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, a la participación de funcionarios estadunidenses en asuntos comunes.

El optimismo de Kerry debió verse enturbiado por el fallo adverso que el pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación emitió sobre el amparo interpuesto por la petrolera texana Halliburton en contra de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, que negó la exigencia de la petrolera para recuperar casi 19 millones de pesos de IVA acumulado desde 1998 al electoral año 2006.

Por su importancia, este asunto debió insertarse en el último momento a la agenda privada que el funcionario estadunidense desahogó con el presidente Peña Nieto, quien seguramente acreditó la legalidad de una decisión judicial que se sustenta en la extemporaneidad del reclamo de la trasnacional ante la autoridad hacendaria mexicana, y en la aplicación de la odiada Cláusula Calvo, tan despreciada por los petroleros estadunidenses.

La derrota judicial de la poderosa corporación trasnacional seguramente fue tomada por los propietarios del consorcio como un agravio, el cual seguramente revivirá las añejas animadversiones texanas hacia México; rencillas y odios que de una forma u otra han estado presentes en la accidentada historia de la independencia y posterior anexión de ese disputado territorio, y cuya síntesis se ubica en el mito de la masacre de El Álamo, gestado por los separatistas texanos desde 1836.

Por ello, no está de más recuperar las dramáticas experiencias históricas de la manipulación de las reclamaciones por supuestos o creados perjuicios en contra de estadunidenses, estrategia que acredita la sentencia cervantina de que la ambición implica siempre daños a terceros, y que en 1847 provocó la pérdida de la mitad de nuestro territorio, así de desproporcionada e irrefutable.